Cartagena: Los ancianos del rock

Cuando llegamos a nuestro hotel en Cartagena, nos advirtieron que el resto de los huéspedes eran británicos. Subimos a la terraza y nos encontramos a una especie de lagarto reseco tirado cuan largo era, no sé si en una cama de playa o en una banca. Era un tipo de edad indeterminada, conservado cual practicante avanzado del sokushinbutsu.

La noche siguiente decidí subir a la terraza del hotel otra vez. Estaba mirando el castillo iluminado cuando de repente aparecieron Keith Richards y Andy Bell con unas cervezas. Me saludaron amigablemente y me invitaron a unírmeles, pero en el shock de la socialización forzada les dije que estaba esperando a alguien y desaparecí entre las sombras como salamandra asustada. Antes de irme me recomendaron un festival de reggae.

Hoy me los volví a encontrar. A la luz del día ninguno me recordaba. Bajaron uno a uno mientras yo intentaba fingir en una mesa que el sopor del mediodía no me noquearía. Andy Bell me saludó en español. Keith Richards —que ahora que lo pienso, probablemente era el mismo lagarto seco de la primera vez— deambuló por el lobby como si cada dos pasos le hubieran puesto una pared nueva y hubiera tenido que cambiar de dirección hasta hallar por fin la salida de su laberinto invisible.

No sé a qué habrán venido y no pienso averiguarlo, pero en los surcos profundos de su cara de coliflor puedo adivinar que esta es una de sus aventuras más inofensivas.

***

Adenda no relacionada: El sitio donde hemos ido a desayunar los últimos días es bien peculiar: todo lo que venden es horrendo —agua de charco por tinto, crepe vulcanizado— pero el pan que hace la dueña alemana es tan bueno que sigo sugiriendo que volvamos allá.

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