Esta mañana, mientras comía mi acostumbrado huevo frito, me puse a pensar si estos serían mis últimos huevos fritos en mucho tiempo. Es decir, cuando fui a Chicago, a los 14 años, los huevos sabían horriblemente. Ah, y el agua olía a huevo cocinado en cualquier pueblo de Minnesota. Ahora que me encaminaré a Dubuque, Iowa, no me preocupa tanto lo del olor del agua (aunque es incómodo para alguien que se ha bañado en agua inolora durante 18 años seguidos). Pero bueno, el asunto, no tiene que ver con el agua, sino más con los huevos. Déjenme explicarles por qué.
Cuando se acerca el día de la partida, el condenado empieza a pensar en sus últimas actividades. Su última comida, su último cigarrillo, su última conversación. Partir es como morir un poco. Es estar en un lugar donde los demás no están; supongo que los muertos extrañan un poco a los vivos que querían al estar tan lejos. La diferencia es que, al menos en mi caso, resuscitaré.
Me pregunto si Alexandros Panagulis, el revolucionario griego, pensó en las últimas cosas que hacía antes de ser fusilado en Egina. Lo cierto es que a mí nadie me va a fusilar y reflexiono en torno de mi último huevo frito casero. No, no es realmente el último, y volveré para consumir más después de mi viaje, pero se van acercando los últimos acontecimientos de antes de esta pequeña muerte. Justo ahora estoy muy segura de que se muere porque al volver, al resuscitar, uno ciertamente ya no es el mismo. La última comida con Lina Franco, quien se va a Suiza (ese viaje está peligrosamente cerca, qué vacío en el estómago), el último almuerzo con Chad, un último rico huevo frito, la última tarde que yo salga a la calle sin chaqueta. Tantos detalles, tantos detalles…
¿Quién dice que la vida es aburrida?
Estoy escuchando: You Get Me, de Michelle Branch
Me siento: Viva