La secta de los Adoradores del Santo Cachorro

Me encanta hablar con Soad. Ella es la mejor hermana que cualquier persona podría tener. Tal vez lo digo sólo porque soy yo, pero si fuera otra persona también me gustaría que Soad fuera mi hermana. Ella soporta mi silencio prolongado sin preguntar si estoy brava o insistir en hacerme hablar, y cuando hablamos es fantástico. Soad sabe exactamente cómo consolarme, la causa de mis desdichas y también la de mis alegrías. Algunos de los mejores consejos que recibo provienen de ella, ¡y eso que es menor que yo! Gracias a ella todos mis problemas se arreglan. No sé si ella lo sepa, pero la quiero profundamente. Aún cuando me ponga brava y a veces sea lo más cansón de este mundo, yo sé que siempre estaré ahí para ella, así como ella lo ha estado para mí.

Desde chiquitas hemos sido amigas. Inventábamos canciones y personajes, llenábamos álbumes con nuestros propios dibujos, hacíamos monstruosidades con recortes de revistas de reinas de belleza,… fue a Soad a quien mostré el primer cuento que me consolidó como alguien que se dedicaría toda la vida a escribir. Nadie puede decirme que es hueca, porque no lo es. Es una artista como toda la familia, y me encantan sus apuntes tan oportunos. Es de las personas que más me hacen reír… Realmente me alegra saber que la tengo; agradezco a Dios por habérmela traído.

Estoy escuchando: Fell in Love With a Girl, de White Stripes

Me siento: Agradecida con la vida

The Lovers that Never Were

I have always needed somebody girl, / But I close the doors to keep out the world. / But for you, I would be here all alone, / Locked in a photograph. / All of the clocks have run down. / Lover beware. / We’ll be the lovers that never were. / I hang patiently on every word you send. / Will we ever be much more than just friends? / As for you, you sit there playing this game. / You keep me waiting / When all of the clocks have run down, / All over the world. / We’ll be the lovers that never were. /For as long as the sun shines in somebody’s eyes, / I believe in you baby, so don’t tell me lies. / For as long as the trees throw down blossoms and leaves, / I know there will be a parade of unpainted dreams. / And I know dear, how much it’s going to hurt / If you still refuse to let your hands dirty. / So you, you must tell me something… I love you, / Say goodbye or anything. / All of the clocks have run down. / Time’s at an end. / If we can’t be lovers we’ll never be friends. / For as long as the sun shines in somebody’s eyes, / I believe in you baby, so don’t tell me lies, / For as long as the trees throw down blossoms and leaves, / I know there will be a parade of unpainted dreams.

Pasa lo que debe.

Estoy escuchando: The Lovers that Never Were, de Paul McCartney

Me siento: Muerta.

Réquiem por un día soleado

Extraño los días soleados. Extraño los días en que podía salir sin saco y en sandalias, cuando el gabán blanco y la bufanda no eran requerimientos. Extraño poder decir “tengo calor” en vez de “qué frío hace”. Extraño el azul del cielo, el azul que tímidamente se asoma sobre los cerros, observa las calles encharcadas y se vuelve a cobijar con pesadas nubes grises. Ahora uso hasta las chaquetas de Soad, no sé cuál de mis pantalones es más abrigado, los días parecen noches… Bogotá está muy fría para mi gusto, soy friolenta, y aunque diga que prefiero el frío al calor, lo que prefiero es el calor entre el frío. Prefiero andar en el fresco calor bogotano. Cada mañana, antes de bañarme, dirijo mi mirada al cielo a través de la ventanita de la ducha, y el día que se despierta es gris, gris, gris. De nuevo. Diviso los cerros encapotados: el panorama no es nada prometedor en el nororiente. El frío me carcome. Sé que de quitarme la chaqueta no moriría de muerte blanca, pero me daría una hermosa gripa que me dejaría sin voz y con mucha tos.

De noche escucho la lluvia colarse entre las canales y deslizarse por las bajantes. Me agrada ese sonido. Mi cuarto se siente más frío que los demás y si no he dormido mucho, lo más probable es que la sangre haya huido de mis pies, blancos y gélidos. Me pregunto si la temperatura de mis pies en aquellas noches es la misma temperatura de los muertos. Es la misma temperatura que toman mis manos cuando estoy demasiado tiempo en el computador, y no puedo controlarla. Soplo mis manos, toco con ellas mi cuello tibio, mi espalda, y al roce ellos también se congelan. No desespero, pero la sensación no es la mejor del mundo.

Muchas cosas memorables me han sucedido en medio del más intenso frío, ¿por qué añorar el calor? No lo sé, sigo prefiriendo el sol, el azul, los atardeceres anaranjados y rosas, las noches estrelladas. ¿Qué pasa con las estrellas? Mis Pléyades ya debieron haberse perdido entre la trayectoria del planeta Tierra, pero quiero ver a su reemplazo. Quiero recordar las noches de diciembre con sus Novenas al aire libre y Tauro, Orión, el Can Mayor y la Liebre vigilantes. Quiero cantar February Stars, de Foo Fighters, y que tenga sentido. Pero no hay caso. Esto no es ni diciembre ni febrero. Y si quiero volver a despertar al ardiente sol, queda aún algo de tiempo por esperar, porque eso es lo único que se puede hacer. Esperar.

Abril, lluvias mil.

Estoy escuchando: It’s Raining Men, de Geri Halliwell

Me siento: Pensativa/Meditabunda

Una hipotenusa siempre es más corta que dos catetos

Cada vez que camino recuerdo muchas cosas. Se me vienen a la mente las memorias de mi infancia, de mi pasado cuando no existían programas tan sosos y destructivos como Barney o Teletubbies, cuando todos los niños aprendíamos tarde o temprano el coro de Yellow Submarine y conocíamos toda la letra de La Bamba. Era la época en que uno repetía algo y se le había “rayado el disco”, la época en que de tanto escuchar a las Flans y a Los Prisioneros, en efecto, se rayaban los discos. Tenía yo, y aún tengo, un disquito de acetato que me regalaron en la Pizza Nostra (¿recuerdan los cumpleaños en la Pizza Nostra?) donde venía una canción de Los Prisioneros que me fascinaba. ¿Muevan las industrias, era? Sí, ésa. No sé qué tenía el rock en español que me encantaba. La canción de Pa-pa-pa (o como se llame) fue mi favorita durante un tiempo. También me mataba la Pequeña Serenata Nocturna de Mozart y, tiempo después, Carmen de Bizet. Bailaba la música de las Flans y soñaba que Tía Margui me regalaba todos sus discos. Mamita ponía discos de Lionel Richie, Richie Ray y Bobby Cruz, El Binomio de Oro (si no menciono al Binomio de Oro con Rafael Orozco soy una desalmada sin infancia en la Familia Amín), y Stars on 45 (y con esto ya no pregunten por qué me gusta la música de los 70 combinada con The Beatles).

Veía los Pequeños Ponies que me caían tan mal, los Gummi Bears que eran mejores, Cosmos con Carl Sagan (todavía me extasía ese episodio de la evolución de las especies), Plaza Sésamo y el inolvidable Tesoro del Saber (“en los libros hallarás…”). Ah, y McGyver y Misión Imposible y el Chapulín Colorado y Los Magníficos y El Chavo y Chespirito y Capulina y los Transformers y las Tortugas Ninja y los Thundercats y Remington Steel y Chee-ra y He-Man y Don Quijote y El Inspector Gadget y Magnum y La Pequeña Maravilla y Lobo del Aire y Riptide. Sí, señores, yo sí vi televisión alguna vez en la vida. Ya no vale la pena.

Jugaba con muñecos de peluche, me creía Cheetara (de los Thundercats), tenía novios imaginarios de los dibujos animados (no voy a profundizar en el tema) y dibujaba, dibujaba y dibujaba. las Barbies me parecían creídas y me caían mal (hice un poema en su contra, pero lo perdí). Cantaba la canción de La isla de Gilligan, Quiéreme de Ángela Carrasco y Eres Tú de Mocedades (versión original sólo he oído de La isla de Gilligan) al compás de la guitarra de Tía Margui, bailaba Conga de Miami Sound Machine en las playas de San Andrés (tenía dos años) y me aprendía el poema A Margarita Debayle, de Rubén Darío. Épocas inocentes y felices.

Aún soy feliz. Como presagio de mi miopía, usaba gafas sin lentes. Tomaba Asawin para la fiebre. Me ponía carteras. Iba a consultas a la Clínica Colsubsidio, paseaba por Chapinero con mi mamá, me disfrazaba de hada madrina. Comía en Burger King y tenía el álbum de ciclismo y el de los Care Bears de Sorbete El Rodeo. Tomaba Sustagen. Me ponían mil camisetas debajo de la ropa para no enfermarme. Iba a hacer mercado con mi mamá a Álamos Norte en los camiones de Colsubsidio que se parqueaban donde ahora pasa el alimentador raudo. Amaba ir a Colsubsidio de la 26 y a Piscilago (sí, tengo una infancia Colsubsidio, jajaja).

La pequeña Soad Acosta me llamaba Acm, y aún lo hace. Yo la llamaba Nenu, y aún lo hago. No fui al jardín. Estudié los primeros dos años en el Bethlemitas, donde no me trataron bien por saber más que las demás niñas. Creo que no les caía bien a esas chiquitas, pero nunca me importó. Llevaba el almuerzo en la lonchera que todavía uso ocasionalmente. No bailaba en clase de baile. No me dieron diploma en la clausura porque no había hecho ningún esfuerzo en el año (“da risa ver cómo se sabe todo…” recuerdan mis padres de labios de la directora de grupo). Huí de clase el Miércoles de Ceniza por miedo a esa cosa negra que llevaban en un bol de vidrio.

Seguiría el recuento detalladamente hasta el día de hoy, pero debo dormir. Esos son aproximadamente los primeros cuatro años de mi vida, y recuerdos aún tengo que no escribí. Vienen cuando camino y de repente me interrumpo al cruzar un parque en vez de darle la vuelta, porque como sabiamente dijo María Isabel Fornaguera después de dictar su clase de Geometría una tarde en noveno, cuando Lina Franco, Andrea García y yo íbamos a rodear el parqueadero en vez de cruzarlo diagonalmente, “una hipotenusa siempre es más corta que dos catetos”.

Y así, entre risas, las cuatro llegamos más rápido al otro lado.

Estoy escuchando: Too Much, de Spice Girls

Me siento: Nostálgica