A veces soy definitivamente insoportable. Me pregunto cómo hace Carlos Márquez para no decirme todavía que me vaya a freír espárragos. La verdad es que sería bastante doloroso si eso realmente llegara a pasar, pero, ¿qué me garantiza que no sucederá, con lo antipática que soy? No le hablo, hago mala cara, miro hacia otro lado cuando debería centrar mi atención en él, en fin, me comporto como lo peor sobre la faz de la Tierra. Sin embargo, detrás del silencio y el pésimo comportamiento, de las caras largas y el constante “no, nada” como respuesta a todas sus preguntas, existe algo que él definitivamente no sabe. Algo que yo quisiera gritar cada vez que estoy con él pero simplemente no puedo por físico miedo. Es tal vez por este pequeño hecho que me escondo en un aparente aunque involuntario mal genio.
Se trata, simplemente, de su mano. Su pequeña y delgada mano. (Me da pena seguir… voy a dar muchos rodeos.) Del latín manus, es la extremidad que él tanto insiste en refugiar en su bolsillo. Tiene un lunar en la derecha, como un espejo del que yo tengo en la mano izquierda. Curioso, ¿verdad? Y hoy no estoy diciendo nada filosófico… No, hoy no tengo ánimo para filosofar. No tengo ni las palabras para hacerlo. Me siento como si estuviera hablando ante un gran público sobre mis más recónditos pensamientos, y me da una pena inmensa. Es como llamar a un teléfono equivocado, como timbrar en la casa que no es… Y es que es justamente ésa la sensación que tengo cuando quisiera decir lo que aún no he sido capaz de escribir. Me da la impresión de que, como en el prom, él va a hacer cara de “eres un desastre, me da pena estar sentado a tu lado, ¡ni se te ocurra tocarme!”. Por eso es que desde ese entonces no me he sentido con fuerzas para decirlo, o para tomar cierta iniciativa en aquello a lo que tanto temo. Y es ésa la razón para escribirlo. Puede que él lo vea después…
…Y llevo dos párrafos de perorata sin haber acertado a decirlo. Caray, ni que fuera una propuesta de matrimonio. No lo es, pero de ahí deriva un trocito de mi felicidad. ¡Claro! Justo una partícula del caleidoscopio que me permite ver el mundo de mil fantásticos colores, como mencioné en otra ocasión. Se trata de una mano, de una pequeña y delgada mano, una mano que yo desearía con toda el alma que tomara la mía, infundiéndome la partícula faltante de alegría y haciéndome olvidar cada horripilante problema de este planeta. Les aseguro que esa mano tiene la virtud de borrar toda la miseria contenida en una mente. ¡Y no lo sabe! Caray, ¿por qué no lo ha vuelto a hacer? ¿Por qué no me ha vuelto a hacer sentir tan cercana a él de esa manera? La escena del prom me traumatizó un poco, si es que ésa es la palabra correcta. Traumatizó. No sé si haya sido así de grave, pero al menos si me marcó con un miedo que, como una voz del infinito, me gritó “¡No vuelvas a intentarlo! Deja el hermoso pasado a un lado y vuelve a esa lejanía habitual. La sensación de bienestar no puede durar demasiado. Esa mano no volverá a reposar en la tuya. Ahora estás condenada”.
Obedecí. Obedecí como criatura inconsciente al imponente miedo, pero el anhelo de recuperar la sonrisa perdida fue un poco más fuerte que yo y se manifestó en forma del desagradable silencio que lo espantó. Luchaba por reprimir todo lo que estaba bullendo dentro de mí, pero el vapor de la furia ejerció una presión tremenda hasta encontrar un resquicio por donde salir y transformarme. Ahora, envenenada por ese mismo vapor, enloquecida por las vueltas que me ha dado esta vida, he escrito líneas y líneas sin sentido.
Estoy escuchando: The Greatest View, de Silverchair
Me siento: Alienada