No quiero volver a Bogotá. No se trata de los trancones o la basura o la inseguridad o la supuesta mezquindad de la gente. Esta no es una diatriba contra la ciudad. O tal vez sí, pero solo un poquito. Son los colores. Llevo meses rodeada de muchos colores mientras que Bogotá es gris y no quiero volver a un lugar gris. Un lugar gris y abigarrado. Un lugar donde la luz en sus mejores momentos se desparrama como un saco de arroz estallado, porque cómo más va a caer la luz sobre el ecuador.
Pero los lugares no son solo sus paisajes o sus colores o la forma de sus sombras. Los lugares son la gente. Las cadenas son la gente. Y otra vez toca irse. Hay una rutina bien establecida, con platos por lavar y camas por tender, pero todo eso va a desaparecer muy pronto. Muy pronto volveré a mi lugar-base que es como mi lugar-nada. Un lugar donde se instala mi vacío, una especie de alacena donde me guardo hasta que pueda volver a llenarme. El gris es el color de los frascos desocupados dibujados en el papel. El gris es un color-nada.
De tanto viajar he dejado de pertenecer. Solo puedo dar fe de mi vínculo con los pequeños mundos creados por cada camino recorrido en el pasado.
No cometan el mismo error.
Me identifico. Con el agravante de que hace casi tres años no voy. Y sin madre. Yo sin madre ya no tengo hogar materno (obvio, claro). Mi hogar es donde estemos la nena y yo. Pero en nuestro hogar hay tv en ruso, vecinos armenios y babushkas. Allá no.
abrazos desde lugares coloridos desde donde se teme el gris también
No entendí bien cuál era el error.
Viajar tanto.
Arraigo viene de raíz. En ese orden, sólo puede arraigarse quien penetra la tierra y desde allí escucha el rumor de la esperanza jugueteando con las ramas…