Un bot me anunció que estoy cumpliendo cinco años en Twitter. Qué pérdida de tiempo, dirán unos, pero yo no lo creo así. Claro, Twitter trae consigo una cantidad tremenda de falsa indignación, chismorrería sobre gente que uno nunca ha visto y supuestos enemigos que en la vida real no suponen ninguna amenaza. Aún así, me ha servido para establecer comunicación con gente simpática. Para la muestra un botón: si no hubiera recibido un mensaje en Twitter de parte de un señor con el que solo me había visto una vez —en realidad dos, pero una no la recordaba— pidiendo consejos para su próximo viaje a Japón, mi vida no sería tan feliz ahora.
Pero ojo, que no estoy diciendo que Twitter es la panacea de la conexión humana: para mí fue bueno en una época porque fue una simulación de interacción social que me ayudó a sentirme ligeramente menos sola en Tsukuba. No obstante, en cuanto a comunicación rápida por escrito, yo prefiero once mil veces recibir un e-mail. También es útil cuando uno tiene un hobby y se le da por compartirlo: el alcance de un amateur en esta red es enorme.
Pese a sus bondades, la falsa sensación de conectividad que genera Twitter lo lleva a uno a querer saber a toda hora qué es lo que piensa todo el mundo cuando en realidad eso no es necesario. Asimismo, no es obligatorio tener una opinión sobre absolutamente todo lo que pasa en el mundo. Y no hablemos del nivel de distracción que uno alcanza al no darse cuenta de que dejar pasar 344 tweets es el equivalente de haber dejado de ver Padres e Hijos durante varios meses: no se ha perdido uno de nada.
No voy a llegar al extremo de referirme a Twitter como si de Satán encarnado se tratara, pero creo que hay que ser consciente de que es una distracción y, como toda distracción, hay que dosificarla; especialmente si uno empieza a notar que le cae mal gente que no conoce y le indignan cosas que en la calle pasaría por alto. Sin embargo, tampoco hay que echar en saco roto los encuentros que pueden emerger de esa eterna conversación: viene siendo más fácil que tener que esperar a que lo inviten a uno a una fiesta donde fijo no hablará con nadie.
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