La corriente del miedo

Yo no debería estar hablando de esto. Debería estar hablando de las casas holandesas y el hipocentro de la bomba atómica y el kakuni de cerdo que es la comida más deliciosa que se han inventado en todo Japón. Sin embargo, descansando en Dejima bajo un sol esplendoroso recibí noticias y el panorama del viaje cambió: ya no era paseo sino escape. Desde entonces llevo varios días huyendo y ya no sé de qué huyo. Ya huí de mi casa inestable, ya huí de la falta de agua, huí del hambre, del racionamiento de energía, del aislamiento, de la radiación, del pánico general.

Cuando Azuma y yo bromeábamos acerca de la posibilidad de un terremoto como el que acaba de ocurrir, yo siempre decía que a mí no me daba tanto temor el sismo en sí sino la reacción de la gente. Y no me equivoqué. Si bien no hubo estampidas humanas, los días siguientes han traído consigo la saturación de imágenes dramáticas, el amarillismo, las alertas sobre amenazas inciertas. La región de Kanto se va desocupando y pueblos de por sí escasos de gente como Tsukuba se convierten en paisajes fantasmagóricos. Es difícil establecer el límite entre la verdad y el terror.

Tarde o temprano tendré que regresar a Tsukuba y constatarlo todo por mí misma. Hasta entonces, existe muy poco de lo que yo quiera enterarme, más allá de que las líneas de tren corren y habrá con qué preparar las lentejas que me alimentarán hasta que regrese a Colombia. El nudo en la garganta no me lo ocasionan las réplicas ni las centrales nucleares, sino la gente. Me preparo, pues, para nadar contra la corriente del miedo.

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