Siempre he conservado un recuerdo nostálgico de mi yo devoralibros del pasado. Puedo verme sacando ¡Por todos los dioses…! de Ramón García Domínguez de la biblioteca del colegio una y otra vez hasta que lo ponen de lectura obligatoria para clase de español y le pierdo todo interés. También está aquella semana de fin de vacaciones en la que me leí El mundo de Sofía, que me habían comprado mis papás porque salía en la lista de materiales del próximo curso. Podría pensar incluso en una misión de trabajo que tuve en Caño Limón, donde los insectos se agolpaban sobre mis manos y se acomodaban en los costados de White Teeth, de Zadie Smith, mientras yo esperaba a que me llamaran para transmitir las instrucciones del enviado internacional a los obreros. A veces, incluso, se me viene a la mente la imagen de mi ex esperándome a la salida de una estación de Transmilenio en el centro de Bogotá, leyendo un libro. Siempre leyendo un libro.
Hasta hace poquísimo veía esos recuerdos con envidia, como si mi yo del pasado no fuera yo, como si yo no hubiera tenido mis propias lecturas que atender cuando salía de la universidad a encontrarme con mi entonces novio. Pero es que he pasado tanto tiempo con la atención pulverizada por las redes sociales que no podía concebir esa realidad para mí, así ya hubiera ocurrido alguna vez. Era como si la adicción a la gratificación instantánea en pantalla fuera una telaraña y yo ya me hubiera acomodado en ella, resignada a mi destino de exoesqueleto vacío.
Sin embargo, el mundo se ha estado moviendo en una dirección en la que la telaraña por fin empieza a provocarme escozor. Ahora que veo las cosas un poco más claramente desde el ojo de la tormenta que nos envuelve, comprendo el valor de recobrar la atención erosionada. Quisiera decir que no fue sino desearlo para pegar un brinco y cambiar todos mis hábitos, pero todavía me cuesta un montón. Escribir esto me ha costado un montón, de hecho. Al menor estancamiento mi mano salta hacia el celular. Esto tiene que haber pasado muchas veces, pero solo hasta ahora soy consciente del mecanismo; con horror lo veo en acción. Mi cerebro intenta huir de las dificultades, por nimias que sean, y busca refugio en las redes sociales y sus novedades de fácil digestión.
Como venía diciendo, el caudal imparable de sucesos turbulentos que se ha desatado últimamente me abrió los ojos al estupor al que me estaba sometiendo de buen grado. Horrorizada, metí las redes sociales en un cajón con candado y las sepulté bajo múltiples capas de permisos, contraseñas y condiciones. Una de esas condiciones consiste en que no puedo abrir mis aplicaciones predilectas de pérdida de tiempo hasta no haber pasado treinta minutos en aplicaciones de lectura de más largo aliento (es decir, las que uso para acceder a libros, periódicos y revistas de la biblioteca en formato electrónico). Esto ha resultado sumamente provechoso. Ayer me encontré con que me faltaban cien páginas de un libro y, si dejaba vencer el préstamo, tendría que esperar diez semanas para poder retomarlo. Entonces me puse cómoda y me puse a leer. Varias veces sentí la imperiosa necesidad de revisar las redes sociales, un poco como para limpiar el paladar entre pedazos del texto. O eso es lo que mi cerebro adicto quiere que yo diga. Necesitaba mirar, buscar novedades como quien se tira sobre una alcantarilla en busca de una colilla de cigarrillo con restos rescatables. No podía sostener la concentración por tanto tiempo. Pero una vez más, el bloqueo de aplicaciones me salvó. Un poco como Odiseo amarrado al mástil de su barco, capoteé las tentaciones y terminé el libro al cabo de varias horas. Aún no lo puedo creer. Desde ya me pregunto de qué más seré capaz.
Estoy contenta de retornar poco a poco a una versión de mí misma con la que puedo sentirme más satisfecha. Cuesta trabajo, pero es algo muy satisfactorio. Mi yo del pasado estará contenta de saber que nunca dejó de ser una devoralibros.
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