Hace mucho tiempo, mi vida era simple. Es más, lo era hasta hace muy poco. No había demasiadas cosas en qué pensar. El colegio, la casa, el desorden del cuarto, la cama destendida. Me tendía a dormir pensando en cualquier muñequito, hacía las tareas obedientemente y sin chistar, despertaba con la mente despejada. Qué vida tan fácil.
Alguna vez empecé a dormirme pensando en un hombrecito que vivía muy lejos, me hablaba de cosas bonitas y sueños dorados. No era mayor cambio; sólo debía preocuparme por saber si escribía o no. “¿Qué más de tu amiguito de Internet?”, me preguntaban a veces. La vida, con su trivial preocupación, seguía su fácil curso.
Después vinieron algunos retitos para superar: los proyectos de grado. Cálculo, física, inglés, español, filosofía, catequesis, ética, todo embutido en tres lindos proyectitos. Me devané los sesos haciendo lo mejor que podía, y mi esfuerzo se vio recompensado con creces: mis últimas notas del colegio fueron Excelentes. Me preocupé, me tomé mi tiempo, pero no me maté la cordura. Nada cambiaba. Llenaba la aplicación para la Universidad de los Andes por Internet, viajaba en Transmilenio, recibía mis resultados del examen del Icfes en el auditorio del colegio, comía en Paneroli y me sentaba a oír pajaritos en el Parque del Virrey. La vida no podía fluir más suavemente. Qué feliz era yo.
Como recompensa a tantos años de labor incansable en ríos de seda, el colegio me otorgó la oportunidad de perder la cabeza y sufrir un ataque cardíaco en cuestión de días. La bendición aquella se llama Loras College. Al principio me mostré reticente a recibir la beca, yo no quería viajar a los Estados Unidos, no, no, no y no, pero terminé convenciéndome no sé exactamente cómo, tal vez con el hecho de que me alquilan un computador con Internet para toooodo el santo rato. Eso es rico. Y sin pensar en lo que hay que hacer para conseguir el dulce, la idea es bastante atractiva. Sin embargo, ahora que estoy en pleno papeleo, quisiera deshacerme de todo este sufrimiento, tener una vida normal como la de todos los demás, recibir la cartilla de todos los neófitos de la Universidad de los Andes y sentarme de nuevo en el Parque del Virrey a escuchar pajaritos y el viento en los árboles. Sin embargo, no, no, no; todo es tensión. ¿Dónde está la foto? ¿Dónde están los quince mil formularios? ¿Dónde está el examen de la tuberculina? ¿Al fin cuándo te vas? ¿Te vas a quedar en los Estados Unidos? ¿Verdad que sí? ¿Y qué vas a estudiar allá? ¿Y estás muy feliz?
¿Que si estoy feliz? ¿Quién rayos les dijo que uno se pone feliz de abandonar la plácida vida común y corriente de esta pobre nación para estancarse todo un año en un país que no es de uno? ¿Quién demonios les dijo que abandonar Colombia es un alivio? Tengo a medio mundo encima preguntándome que al fin cuándo me voy. ¿Quieren verme afuera o qué? ¿Tanto me odian, tanto sobro yo en Colombia? Pues me queda como mes y medio en este fragante país de flores para luego irme a atiborrar de horrorosas donas grasosas, Fruitopia plástica de colores chillones y, como dijeron los Navegantes de Krakelon, “papas que en realidad no son papas sino sobras de sobras de sobras de otras papas procesadas debidamente para verse, oler y saber como papas y hasta mejor”.
No sé qué vaya a ser de mí después de un año. No sé si regrese. No sé si en Loras me vayan a pedir que me quede un año más. No sé si termine adorando los Estados Unidos de América después de mi estadía allá, porque todo el mundo adora ese país. No me importa. Lo único que sé es que una parte de mí está agonizando a cada instante, y que cada vez que quiero destrozar al mundo por alguna razón en especial (lo cual sucede cada vez más seguido), en realidad estoy llorando a mares porque me duele demasiado arrancar estas raíces tan tibias y arraigadas de mi materita.
Estoy escuchando: Emotion, de Destiny’s Child
Me siento: Tensa/Insomne