Aquí me hallo, cada día más idiota. Todos los santos días abro el mar del Internet, navego en mi barquita portátil, y pesco información que se parece más a la lata de atún que Soadyita alguna vez pescó en el Espejo de agua que a una buena trucha salmonada como las que Adam el rumano cogía en Usme con su enorme y verde caña.
Cada día más idiota. No hay nada nuevo que contar salvo que hoy nieva, confirmando que, en efecto, en Dubuque no existe la dichosa primavera. Aquí es un eterno diciembre, enero, lo que sea; los únicos que se dan el lujo de reconocer meses en las fotos son los japoneses.
Hoy presencié un evento único: la elección de un poema mío para la publicación literaria anual de Loras. James Pollock, mi profesor de Poetry Writing, se inclinó sobre la mesa de los escritos calificados como maybe, y examinándolos detenidamente, señaló el mío (el #92, sólo yo sabía que era mío). “I like this one“, dijo. ¿Qué sería de Imatoconá sin James Pollock y su visto bueno a mi milagroso For All the Sound that Comes? No lo transcribo aún porque uno no sabe qué haragán se lo irá a robar de este gigantesco mar creyendo que pesca latitas de atún para una nota barata o para impresionar a la novia. Lo único que puedo decir para terminar este párrafo es Thank you sooo much, Dr. Pollock!
James Pollock. Me encanta ese nombre. Loras College tiene una buena provisión de nombres interesantes. Como para mil novelas.
Y bueno, como les digo, no me siento bien. Debe ser el patético ambiente de acá, donde la gente sólo tiene dos opciones para pasar su rato libre: alcohol o sexo. Y como pasa el tiempo y sigo aburrida, ya se imaginarán por cuál me he venido inclinando: muy bien, por ninguna. Cuando no hay nada nada que hacer me pongo a comer, ver películas alquiladas, cantar canciones japonesas (o más bien imitar fonemas porque no entiendo el 99.9% de lo que dicen), hablar y hablar y hablar. Eso es lo que hago en casa. No en mi casa porque mi casa no me gusta; allá estoy sólo cuando tengo los ojos cerrados o se me quedó algo.
En mi supuesta casa (sí, supuesta porque es casa pero no hogar) viven Malu y Astrid-y-su-combo. Todos ellos ocupan la cocina todo el día, y Astrid-y-su-combo ven infomerciales a toda hora porque es lo único que dan en la tele pública, preguntan por mi vida como si esperaran detallitos poco decorosos, y el combo (la prima de Astrid y su novio) viven arrunchados y dándose besitos y besotes todo el santo tiempo. ¡Hasta Kotaro Takizawa sabe quiénes son! Además, a Astrid no le gusta contestar el teléfono porque no habla inglés (y a mí ese aparato me queda a kilómetros de distancia así que nadie contesta y si lo hacen yo no estoy: padres míos, llamen a mi celular, disponible 24/7 si no estoy distraída) y Malu sólo me habla cuando tengo que pagar la renta , y a nadie le gusta sacar la basura; yo me aburrí de hacer eso todas las veces. Por eso, cada vez que despunta el alba yo pego carrera adonde Minori, quien me espera con juguito de uva/manzana/naranja, bananitos, lechecita y cerealito. Atrás quedaron las correrías de 20min a 100km/h desde la Estación de Héroes hasta la 81 con 7. No, lo de hoy son cinco minutos mirando el monótono paisaje de casas antiguas hasta el edificio-castillo donde me responde una voz conocida en el apartamento 2D. Ohaiyou!
Estoy escuchando: Octavo día, de Shakira (no, no me gusta; pero es colombiana y en español…)
Me siento: Tontísima