Cada vez que camino recuerdo muchas cosas. Se me vienen a la mente las memorias de mi infancia, de mi pasado cuando no existían programas tan sosos y destructivos como Barney o Teletubbies, cuando todos los niños aprendíamos tarde o temprano el coro de Yellow Submarine y conocíamos toda la letra de La Bamba. Era la época en que uno repetía algo y se le había “rayado el disco”, la época en que de tanto escuchar a las Flans y a Los Prisioneros, en efecto, se rayaban los discos. Tenía yo, y aún tengo, un disquito de acetato que me regalaron en la Pizza Nostra (¿recuerdan los cumpleaños en la Pizza Nostra?) donde venía una canción de Los Prisioneros que me fascinaba. ¿Muevan las industrias, era? Sí, ésa. No sé qué tenía el rock en español que me encantaba. La canción de Pa-pa-pa (o como se llame) fue mi favorita durante un tiempo. También me mataba la Pequeña Serenata Nocturna de Mozart y, tiempo después, Carmen de Bizet. Bailaba la música de las Flans y soñaba que Tía Margui me regalaba todos sus discos. Mamita ponía discos de Lionel Richie, Richie Ray y Bobby Cruz, El Binomio de Oro (si no menciono al Binomio de Oro con Rafael Orozco soy una desalmada sin infancia en la Familia Amín), y Stars on 45 (y con esto ya no pregunten por qué me gusta la música de los 70 combinada con The Beatles).
Veía los Pequeños Ponies que me caían tan mal, los Gummi Bears que eran mejores, Cosmos con Carl Sagan (todavía me extasía ese episodio de la evolución de las especies), Plaza Sésamo y el inolvidable Tesoro del Saber (“en los libros hallarás…”). Ah, y McGyver y Misión Imposible y el Chapulín Colorado y Los Magníficos y El Chavo y Chespirito y Capulina y los Transformers y las Tortugas Ninja y los Thundercats y Remington Steel y Chee-ra y He-Man y Don Quijote y El Inspector Gadget y Magnum y La Pequeña Maravilla y Lobo del Aire y Riptide. Sí, señores, yo sí vi televisión alguna vez en la vida. Ya no vale la pena.
Jugaba con muñecos de peluche, me creía Cheetara (de los Thundercats), tenía novios imaginarios de los dibujos animados (no voy a profundizar en el tema) y dibujaba, dibujaba y dibujaba. las Barbies me parecían creídas y me caían mal (hice un poema en su contra, pero lo perdí). Cantaba la canción de La isla de Gilligan, Quiéreme de Ángela Carrasco y Eres Tú de Mocedades (versión original sólo he oído de La isla de Gilligan) al compás de la guitarra de Tía Margui, bailaba Conga de Miami Sound Machine en las playas de San Andrés (tenía dos años) y me aprendía el poema A Margarita Debayle, de Rubén Darío. Épocas inocentes y felices.
Aún soy feliz. Como presagio de mi miopía, usaba gafas sin lentes. Tomaba Asawin para la fiebre. Me ponía carteras. Iba a consultas a la Clínica Colsubsidio, paseaba por Chapinero con mi mamá, me disfrazaba de hada madrina. Comía en Burger King y tenía el álbum de ciclismo y el de los Care Bears de Sorbete El Rodeo. Tomaba Sustagen. Me ponían mil camisetas debajo de la ropa para no enfermarme. Iba a hacer mercado con mi mamá a Álamos Norte en los camiones de Colsubsidio que se parqueaban donde ahora pasa el alimentador raudo. Amaba ir a Colsubsidio de la 26 y a Piscilago (sí, tengo una infancia Colsubsidio, jajaja).
La pequeña Soad Acosta me llamaba Acm, y aún lo hace. Yo la llamaba Nenu, y aún lo hago. No fui al jardín. Estudié los primeros dos años en el Bethlemitas, donde no me trataron bien por saber más que las demás niñas. Creo que no les caía bien a esas chiquitas, pero nunca me importó. Llevaba el almuerzo en la lonchera que todavía uso ocasionalmente. No bailaba en clase de baile. No me dieron diploma en la clausura porque no había hecho ningún esfuerzo en el año (“da risa ver cómo se sabe todo…” recuerdan mis padres de labios de la directora de grupo). Huí de clase el Miércoles de Ceniza por miedo a esa cosa negra que llevaban en un bol de vidrio.
Seguiría el recuento detalladamente hasta el día de hoy, pero debo dormir. Esos son aproximadamente los primeros cuatro años de mi vida, y recuerdos aún tengo que no escribí. Vienen cuando camino y de repente me interrumpo al cruzar un parque en vez de darle la vuelta, porque como sabiamente dijo María Isabel Fornaguera después de dictar su clase de Geometría una tarde en noveno, cuando Lina Franco, Andrea García y yo íbamos a rodear el parqueadero en vez de cruzarlo diagonalmente, “una hipotenusa siempre es más corta que dos catetos”.
Y así, entre risas, las cuatro llegamos más rápido al otro lado.
Estoy escuchando: Too Much, de Spice Girls
Me siento: Nostálgica