A veces miro mi mano y sólo encuentro mi palma, un cráter de escasa profundidad entre miles de surcos entrecruzados. La palma, un terreno devastado donde antes reposaba apaciblemente un ser vivo, un pájaro tal vez.
Observo esta mano vacía, impotente, de finos dedos extendidos hacia la nada como riachuelos del fin del mundo, y recuerdo que hace poco existían más como ella. Una más. Desatentas del caos a su alrededor se entrelazaban, serpenteantes, para esculpir valles y montañas donde fluían como el viento septembrino. Nunca se vio nacer universos más hermosos que durante aquellas tardes de céfiros tornasolados.
Sin embargo, nada de eso habría de permanecer para siempre. Por algún incomprensible designio del mismo caos, el curso de los aires fue cambiado, los ríos desliados y las lágrimas que pronto empezaron a fluir por sus cauces destinadas a cavar un abismo infranqueable. La vida que alguna vez proliferara en sus bancos se extinguió como una fina capa de polvo entre confusos remolinos huracanados.
Ahora no queda sino esta gigantesca pieza de empalme entre las ruinas que ha dejado la hecatombe, este escombro cuyo insoportable peso me doblega a orillas de la nada, de una nada azul que se alimenta del sol sanguinolento y de mis propios recuerdos que, hechos jirones, se mecen como algas viejas sobre la arena.
[ Trois Gimnopedies — Erik Satie ]
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