Dengue

Recuerdo los anuncios de una campaña contra el dengue cuando era chiquita. O más que los anuncios, su impresión en mí. El dengue hemorrágico tenía un nombre aterrador —¡era hemorrágico!—, y pululaba en las aguas estancadas. Alcancé a preocuparme por el recipiente verde de plástico que a veces llenaba de agua para jugar a que cocinaba. Mis papás me tranquilizaron explicándome que el dengue no daba en lugares altos como Bogotá. La vida siguió y se me olvidó que en tierra caliente las picaduras podrían ser a otro precio. Las evitábamos a toda costa, pero sin temor.

Uno como colombiano tiende a creer que todo lo malo pasa en Colombia y nunca en otra parte, así que jamás se me pasó por la cabeza que sería un viaje internacional lo que me dejaría postrada en cama con dengue. Es más, cuando fui a Buenos Aires en febrero del año pasado, vi con incredulidad que había una campaña en curso contra esta dolencia. ¿En Argentina? ¿Un país con verano e invierno y edificios bonitos? Imposible.

Pero el paisaje que me vio languidecer no era tan diferente de lo que uno imagina al pensar en enfermedades infecciosas y aguas estancadas. Lo que pasa es que uno olvida que el paraíso, antes de ser paraíso, es un conjunto de matorrales. ¡Tal como los que hay en casa! En este caso, el paraíso (con sus matorrales) se llama Tahití.

Ya habrá ocasión para hablar de lo maravillosa que es la Polinesia Francesa como destino turístico, pero por ahora concentrémonos en la tarde del 23 de diciembre de 2024, cuando empecé a sentir que la arena que estaba pisando era demasiado áspera. Dolorosa, incluso. Mis piernas y muslos se tornaron de repente sensibles al agua, al viento: todo sobre mi piel se sentía raro. Poco después, de regreso en nuestro alojamiento, tuve que irme del sofá a la cama porque ya no soportaba estar sentada.

De ahí en adelante surgió una serie de sensaciones insoportables que me pusieron a vueltas en la cama en busca de un sosiego inalcanzable: de la cintura para abajo, esta extraña sensibilidad. Además, una especie de molestia en la espalda baja, casi sobre los glúteos. Pasé la primera noche con fiebre y un curioso dolor de cabeza sobre los pómulos, que solo cedía ligeramente al hacer una mueca achicando los ojos.

En esos días a todo el mundo le estaba dando influenza (había oído de casos en Colombia, Alemania y Japón), así que pensé que eso era lo que me estaba pasando a mí también. Esperaba que los síntomas disminuyeran en la mañana. Sin embargo, cuando me di cuenta de que había salido el sol y yo encontraba intolerable pararme, le pedí a Cavorite que me llevara al dispensario de la isla. En Tahití hay hospitales, uno de ellos grandísimo y muy moderno, pero la enfermedad esperó hasta que yo llegara a la diminuta isla de Moorea para manifestarse. En pleno 24 de diciembre, la doctora de turno me vio sin costo alguno y me recetó paracetamol. No debía tomar nada diferente por si resultaba ser dengue. También podría ser influenza, pero mis síntomas en ese momento no eran concluyentes. Lo único que estaba claro era que no era una infección urinaria. Me mandó exámenes de sangre, pero los laboratorios ya estaban cerrados y para cuando volvieran a abrir yo ya estaría volando de vuelta a San Francisco. Alertado por mi mamá, mi tío médico me llamó y al oír mi descripción quedó en la misma disyuntiva. Con los primeros resultados de las pruebas que pedí que me hicieran una vez en casa llegó a una deducción inequívoca.

***

Lo más cruel del dengue, para mí, fue la sed. Tenía sed absolutamente a toda hora. Mis labios estaban cayéndose a pedazos. No podía dormir en parte por la incomodidad en todo el cuerpo y en parte por la sed. En teoría eso debería ser un problema fácil de solucionar, pero el agua había tomado un sabor raro y repugnante, un dulzor empalagoso que no me dejaba dar más de un sorbo a la vez. Además tenía que meditar durante largo tiempo la decisión de voltearme e incorporarme para beber. Cualquier movimiento era difícil.

Otra cosa que sucedió es que perdí el hambre por completo y se me desconfiguró el sentido del gusto. Comía por obligación; lo único que soportaba eran los bananos. Por suerte, nuestro alojamiento tenía una mata cargada de bananos en su punto. Así pues, estuve desayunando y almorzando un solo banano, y nada más porque cualquier otra comida me daba náuseas. Traté de comer un bocado de espinaca enlatada, que apenas unos días antes me había fascinado, y me supo horriblemente amarga. Intenté darle una oportunidad al huevo frito —uno de mis alimentos favoritos de toda la vida— y solo sentí en la boca una textura imposible de tragar. El huevo revuelto no podía ni imaginármelo.

Me preocupaba el regreso a San Francisco, pero la enfermedad fue benévola y pude mantenerme en pie cuando fue necesario.

Hasta que llegué al avión.

Despegamos y, poco después, empecé a sentir que me iba a desmayar. Esto ya me ha pasado antes, así que (ingenuamente) traté de acomodarme para dejarme ir y, con suerte, recobrar la conciencia poco después. Pero en ese tipo de situaciones no se pueden tomar decisiones sobre el cuerpo tan racionalmente: el cuerpo las toma por uno. Tenía que ir al baño de inmediato. Me paré como pude, fingiendo algo de normalidad, y fui al baño. La larga punzada que me dio en el estómago era todo lo que necesitaba para confirmar las sospechas de la médica: esto era dengue. No llegué a saberlo oficialmente sino muchos días después, pero yo había leído varias listas de síntomas y ese dolor abdominal estaba ahí enumerado. Volví a mi silla y no acepté la cena a bordo. No vi películas. Tampoco pude dormir. El indicador del tiempo de vuelo en la pantalla frente a mis ojos me dio varias veces una noticia inaceptable.

***

Una de las particularidades del dengue es que reduce el volumen de las plaquetas en la sangre. Esto se manifiesta de diferentes maneras. En mi caso, apenas volví a la casa, se abrió un grifo en mi vientre y empecé a manchar toda mi ropa. Esta no era la fecha esperada y ese volumen de sangre no era normal. Mi cuerpo intentaba, realmente intentaba detener la hemorragia, a juzgar por el tamaño de los coágulos que caían de mí. A los tres días, el grifo se cerró tan repentinamente como se había abierto. Ni a mi tío ni a mi médico local les alarmó nada de esto.

En algún punto llegué a pensar que algo fundamental había cambiado en mí: ya no podía comer con gusto. Algo tan primordial en mí como lo era el disfrute de la comida me había sido arrebatado. Cavorite me exhortaba a ratos, me obligaba a otros, como a una niña chiquita. Proteína ante todo. La avena y los caldos coreanos estaban bien. El pollo era tolerable. El resto me era repulsivo. Bajé de peso, pero cómo se alegra uno por eso cuando se le caen las cosas de las manos por la falta de fuerzas.

***

Esta historia, afortunadamente, está llegando a su fin. Contra el dengue no hay nada que hacer; toca guardar reposo y tomar mucha agua. Por suerte me sorprendió justo en esta época tan baja de responsabilidades, porque he podido dormir a mis anchas (hasta hace muy poco me venía dando sueño en momentos aleatorios). He tenido varias pruebas de sangre desde Año Viejo. Las plaquetas y los glóbulos blancos ya volvieron a la normalidad; el hígado se va normalizando poco a poco. Un día encontré una manzana cortada en la cocina y tuve el impulso de comérmela. Me supo demasiado dulce, pero fue un primer paso. Días después Cavorite tuvo antojo de arroz con leche; preparamos una ollada y casi no puedo parar de comer. Todavía tomo agua a toda hora, pero ya no en mitad de la noche, y ya no me sabe a nada. Ya puedo salir a caminar, aunque todavía voy demasiado lento para lo que acostumbro.

2024 fue un año récord para los casos de dengue en el mundo. Y ahí estuve yo, ayudando a aumentar las cifras. Estoy contenta, empero, de estar recobrando mi salud. Ahora tengo que esperar unos meses para vacunarme, porque la segunda vez puede ser mucho peor.

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