Alaska (II): Tren a Seward

Para los que se preguntan cuándo es que trabajo si me la paso viajando, he aquí la respuesta: nunca dejo de trabajar.

El plan era llegar al hotel a medianoche, dormir hasta las 5am y salir corriendo a la estación para tomar el tren a Seward, un pueblo costero al sur del estado. Sin embargo, lo que ocurrió fue que llegamos, me puse la pijama, me metí a la cama y abrí el computador para terminar el trabajo que había venido adelantando en el aeropuerto de Long Beach. Entonces no es que haya descansado mucho que digamos. Lástima, porque era una cama muy cómoda. Mientras tanto, Cavorite dormía plácidamente a mi lado.

Al otro día, o más bien, al cabo de un ratico, me alisté en tiempo récord (¡fue realmente sorprendente!) y me asomé por la ventana: eran las cinco y el sol brillaba sobre las montañas de Anchorage con intensidad enceguecedora.

El hotel tenía servicio de shuttle para ir a la estación de tren. Creímos que nos había dejado pese a que habíamos bajado a tiempo, pero finalmente llegó. El conductor era un señor gordísimo y jadeante; la van apestaba a cigarrillo. Por el camino nos recomendó ir en Seward a un restaurante llamado el Showcase (“home of the Bucket of Butt”). Cuando estaba casado y vivía allá, nos contó, él y la esposa celebraban su aniversario comiendo primero un baldado de halibut apanado en el Showcase y luego yendo a comer algo más en otro lado. También nos recomendó probar las salchichas de venado.

—Ustedes comen carne, ¿no? Porque en Alaska “vegetariano” significa “mal cazador”.

Ya en la estación, pedimos un chai en leche de soya y un muffin en un puestecito atendido por dos jovencitas que se demoraban un montón en servir. A las pobres les hacían falta brazos para dar abasto con tantos clientes. No sé cómo hacen los que trabajan en esos cafés ultrarrápidos a los que uno está acostumbrado. Yo ya me estaba afanando cuando por fin nos entregaron nuestro pedido y nos subimos al tren.

Arrancamos. La guía del paseo (una chica muy bonita, de ojos azules enormes, pecas y dientes separados) empezó el recorrido contándonos que hasta ahora se iniciaba en el mundo de la interpretación turística y que había sido elegida para entrar al programa de entrenamiento de guías por sus buenas notas en el colegio. También nos habló de algunas calles de Anchorage, del centro comercial más grande de Alaska —al verlo me acordé del de un pueblo de Minnesota que visité cuando era adolescente, pero no logro recordar cuál pueblo era— y del nombre de un político por el cual los alaskanos no suelen escribir bien la palabra “diamond”. Las casas desaparecieron. En su lugar nos vimos rodeados de montañas cubiertas de nieve y sus respectivos reflejos en el agua. En medio de una laguna encontramos la silueta de un alce.

En nuestro vagón iba un grupo de mexicanos (adultos y niños) que sonaban como un doblaje en vivo. Los niños gritaban “¡óoooraaaaleeee!” cada vez que veían algo sorprendente. Cascadas, cañones, glaciares lejanos: todo se llevaba su respectiva exclamación. Al parecer eran dos familias emparentadas y los niños eran un grupo de primos. Cuando algunos de ellos se pusieron a llorar, uno de los adultos les advirtió que la señorita (la guía) iba a venir y sacar del tren a los niños que lloran. Poco después, la guía entró al vagón. Silencio sepulcral.

El tren tenía un vagón panorámico donde uno podía sentarse un rato y apreciar mejor la vista. Fuimos un par de veces, pero el silencio lo ponía a uno a cabecear. Era como un templo de contemplación solemne de la naturaleza. Entonces concluimos que estábamos mucho mejor con los niños ruidosos que nos tenían muertos de risa.

(Niño: Juguemos a molestarnos el uno al otro.
Niña: ¡Ay!
Niño: Juguemos a lastimarnos el uno al otro.)

Al cabo de varias horas, cuando el asombro menguó y nos acostumbramos a los bosques interminables, la nieve y los postes de telégrafo a medio caer, llegamos a Seward.

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