Um oscurecimento

Maldita sea la praia, maldito sol asesino.

En el baño de la casa de J. hay un espejo de cuerpo entero donde puedo apreciar mis quemaduras en todo su esplendor. Mi cara, mi hombro derecho, mi cadera derecha y mi muslo derecho están adornados de parches color carmín con bordes claramente demarcados. Hay que aceptarlo: no soy precisamente una viajera bella.

Subimos al Corcovado. Como era de esperarse, estaba plagadísimo de turistas de todas partes del mundo. Lo que no me esperaba (ingenua yo) era la cantidad de visitantes tomándose fotos estirando los brazos como el Cristo Redentor. Los odié al instante. Sin querer mi cara de desaprobación quedó inmortalizada en la autofoto de una turista desconocida. Photobomb! Me abrí paso pacientemente entre los selfipalitos y los morrales para tomarle una foto al Pão de Açúcar desde la punta del mirador. Me tomé una autofoto como por no dejar, pero mi cara hinchada y roja por partes la arruinó.

Al bajar del cerro entramos a una tienda de souvenirs. Me di cuenta de que las dueñas eran japonesas y sentí un inmenso alivio de poder hablar en japonés en vez de mi remedo de portugués. Mis amigas dicen que la cara de la señora del mostrador se iluminó apenas me oyó preguntar “cuánto vale este anillo” en su idioma natal. Es absurdo que el japonés sea mi zona de confort lingüístico en este momento.

Tomamos un taxi para el Parque Lage y el taxista nos llevó al Jardín Botánico, aunque recuerdo haberle dicho específicamente que no íbamos allá. Nos tocó entonces caminar un buen trecho hacia nuestro destino original, y luego otro tanto para volver al jardín. Lo bueno es que eso nos abrió un espacio para comer salgadinhos y tomar jugo de acerola, cupuaçú y umbú. Durante todo el trayecto sentí como si la piel de los hombros se me estuviera quedando pegada en las tirantas del morral, pero eso era solo una ilusión causada por los estragos do sol do Brasil.

El guardia del Jardín Botánico fue muy amable y nos dio direcciones todo el tiempo. Otro guardia, que estaba tomando fotos en el cactario —para su esposa, nos aclaró—, se puso a hablar un montón sobre un cactus que crecía en espiral. Me recomendó ir al Teatro Municipal en Lapa. Los cariocas hablan y hablan y nadie los frena.

Finalmente fuimos a un delikatessen y a un centro comercial donde no compré nada. Caminar, caminar y caminar. Estuvo bien, pero supongo que habría estado mejor si no tuviera queimado tudo, de la proa hasta la popa.

Todo el día estuve pensando en La Bossa Nostra de Les Luthiers. Oh, sol, cozinheiro da gente. Quién iba a pensar que en ese chiste estuviera contenida una gran verdad.

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