Ayer me puse un vestido que mandé hacer en Hoi An, un pueblito de Vietnam famoso por sus sastrerías y botes de colores. El vestido está descosido por un lado, pero siempre se me olvida eso y termino dejándome puesta la chaqueta encima para que no se vea el hueco sobre mis costillas.
Es un vestido extraño. Empezó como una muy mala reproducción de la foto de un catálogo, pero a falta de tiempo para exigir más revisiones tuve que recibirlo en su segunda versión porque era eso o irme para el siguiente pueblo sin vestido y sin plata. Las modistas se pusieron muy contentas cuando por fin lo acepté. Ahora pienso —o tal vez desde ese momento siempre he pensado— que debí haberme mandado hacer otra chaqueta en vez de ese adefesio. De todas maneras, es un adefesio en el que me veo bien (o eso dice mi madre, al menos).
Este pedazo de tela suave y deforme tiene la propiedad de enviarme a momentos que no tienen valor sentimental, como la fila para pagar en un supermercado en Medellín o el momento de subirme a una van en una esquina de mi barrio en Tsukuba. También me la llevé de compras a Tokio antes de Navidad, pero eso no lo recuerdo yo sino mi cámara.
No sé si esta reflexión venía al vestido en sí o a que me sorprende un poco todo el tiempo que ha pasado desde el viaje a Vietnam. O a que quisiera volver allá. O a que quisiera irme lejos. Como si no hubiera regresado de lejos hace apenas dos días. Como si no me fuera a volver a ir lejos dentro de poco. Como si no existiera nada lo suficientemente lejos para encontrarme de nuevo.
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