Las mañanas bogotanas de mi infancia —más exactamente entre los tres y cuatro años— se parecen mucho a la de hoy: oscuras y llenas de nubes superpuestas como paletas desordenadas de grises. En ese entonces había guantes y bufandas y un chaleco de bayeta bajo el uniforme. También había una bahía de parqueo en la que mi vecina y compañera de colegio y yo jugábamos a imaginar que nadábamos mientras esperábamos a que nos recogiera el bus. Ella luego caía dormida por el camino y su cabeza rebotaba de un lado a otro como aguja de metrónomo.
Mientras tanto, en el extremo opuesto de la ciudad, había una ardilla. No era una ardilla de verdad sino la silueta de una, congelada en el acto de comer al lado de un rectángulo: “LA NUEZ DULCE”. La ardilla y sus letras dominaban una enorme pared vacía al pie de los cerros. A juzgar por el estilo del aviso, el lugar que anunciaba —una puertecita a través de la cual no se veía casi nada— me precedía por muchos años. Mi fascinación infantil con las ardillas y el diseño comercial de los 70 dictaminaba que ese era un lugar que yo debía visitar. Pero no. Nunca les dije nada a mis papás y nada nos acercaba a ese punto. Pasó el tiempo. Cambié de colegio y dejé de ver a mi vecina.
Crecí. La ciudad cambió. Las bolsas de Cafam dejaron de traer el dibujo de un niño descalabrado con un anuncio ya no recuerdo de qué. Colsubsidio de la 26 se modernizó y pasó de ser un lugar mágico con túneles en el acceso a la juguetería, flechas gigantes en las escaleras, un jardín artificial en la sección de jardinería y grandes gotas de vidrio llenas de burbujas o vapor a la entrada de la la librería a convertirse en otro supermercado más. La Nuez Dulce, empero, siguió ahí, intacta. Lo poco que se podía adivinar de su interior se fue volviendo más intrigante a medida que se alejaba de la actualidad. Yo seguía sin tener cómo ni por qué detenerme por ahí. Iba y venía por la avenida, siempre pendiente de que la ardilla no hubiera desaparecido, consciente de que alrededor de esa puerta enigmática nunca habría nada para mí.
Sin embargo, no estaba del todo en lo cierto. Ayer me mandaron a trabajar en un lugar a una cuadra de aquel muro gris. A la hora del almuerzo salí del sitio y me puse a caminar distraídamente hacia el sur. Entonces apareció: La Nuez Dulce. Nunca había tenido la ardilla tan cerca. Le eché una ojeada desde afuera, pero los muebles oscuros de quién sabe qué edad no me decían nada. Entré. Era una tiendita bastante espaciosa —tendiendo a vacía— con cajas de cereal y frascos de chutney de mango en la misma estantería. Miré nerviosamente a mi alrededor, escudriñé sin detenerme demasiado en nada, observé las pailas de cobre y jamones (¿de plástico?) colgados del techo a lo largo del mostrador. Salvo por los productos, el lugar estaba efectivamente congelado en el tiempo. Tomé un jugo de cajita como por no entrar y salir tan bobamente y lo puse al lado de la caja registradora. Esperaba sacar de ahí algo más exótico, la verdad. La tendera, una viejita que describiré como ‘muy querida’, me habló con la familiaridad que se permiten los que viven en esos edificios de apartamentos enormes en ese lado del cerro. Quise decirle que había soñado toda la vida con venir a este lugar, que quería saber desde hace cuánto funciona, pero apenas emití fórmulas de cortesía. Salí un poco derrotada. No obstante, estaba feliz.
“Cuando Cavorite venga, lo voy a llevar”, pensé mientras me alejaba, sorbiendo el jugo de mora.
Donde queda “La Nuez Dulce”? Tengo la imagen del aviso en la mente, pero no el contexto. Será en la Séptima?
Exactamente. Séptima con 77.
Qué curioso los avisos que todos guardamos desde siempre en la mente… Tengo ese mismo aviso grabado en mi cabeza.
Muchas gracias por escribir esto, trabajo enfrente y me genera la misma curiosidad. Tu nota fue la única descripción que encontré en internet, se la leí en voz alta a mis compañeros y nos reímos mucho. Ay de mí, imaginarte con tu cajita de jugo…
¡Qué emocionante recibir este comentario! ¡Gracias!