No me gusta la idea de irme de aquí, pero algunas cosas tienen que cambiar. No solo porque todos los ciclos se cumplen, sino porque hay condiciones en las que no es sano permanecer todo el tiempo. Sé que he sobrevivido, que he sido fuerte y que he aprendido a ver la belleza en medio de las ruinas, pero a veces me doy cuenta de que en realidad tengo las uñas clavadas al borde de un abismo. Soy como el monje del cuento que nos contaba Ariza Sensei en clase:
Un monje va caminando por ahí y de pronto se topa con un par de tigres. Corre y corre pero en su angustia tropieza y cae por un risco, con tan buena suerte de alcanzar a aferrarse a una raíz suelta. Pasado el susto inicial, respira profundo y evalúa su situación: está colgado de una raíz que probablemente no lo sostenga por siempre, tal vez apoyado pobremente sobre algún par de rocas. Seguramente se cansará tarde o temprano. Arriba lo esperan los tigres; abajo, un precipicio del cual aún no llega el eco de las piedras que él ha hecho rodar. Entonces se da cuenta de que justo a su lado crece hay un jirón verde del que penden unas bayas maduras. Las prueba. Están ricas.
Creo que acabo de perder el hilo por pensar en el monje y las bayas y el Sensei contándonos el cuento en un salón del edificio O en Los Andes. Hace poco compré una cantidad descomunal de fresas y me las he venido comiendo con leche condensada, tal como me enseñó Minori. Estábamos sentados en el comedor de mi casa en Bogotá sumergiendo fresas en ese azúcar viscoso. Al principio creía que era parte de sus gustos excéntricos, pero luego aprendí que en Japón la temporada de fresas —es decir, ahora en invierno— es temporada de fresas con leche condensada. En realidad una de las grandes lecciones que me dejó Japón es que Minori no tenía gustos propios, sino que todo hacía parte del Paquete Estándar de Personalidad Japonesa que venía en su disco duro. Hablando de leche condensada, en Vietnam siempre se endulza el café con leche condensada. Creo que es el café más rico que me he tomado en la vida. La leche condensada allá es no es muy dulce, por lo que uno puede echar un montón y queda el mejor café con leche de la historia de la humanidad. Por el contrario, el café vietnamita de Crepes and Waffles en Colombia es una bomba neural con sabor a falta de amor por la vida.
¿En qué iba? Ah, sí, en que empiezo a pensar que todo lo estoy haciendo mal si lo mejor que se me ocurrió para solucionar el problema de la soledad fue meterme a una iglesia bautista. O no sé. A mí me funcionó, al menos. No en el sentido religioso, sino en, por ejemplo, saber que un niño de tres años me recuerda y me llama a jugar con él y me llama Lola-chan y cuando ve cierto esfero de colores le menciona a su mamá que yo se lo regalé a ella hace poco más de un año. Supongo que esa idea debería servirme de consuelo cada vez que tengo la sensación de que no estoy en la cabeza de nadie nadie nadie nadie. No obstante, no dejo de preguntarme si mi existencia se limita a lo que está consignado en este blog. No a los sucesos que suscitan cada texto sino al texto en sí. Me pregunto si fuera de aquí existe algún trazo de mí.
[ We Won’t Run — Sarah Blasko ]
En mi cabeza existe un trazo de ti, de piernas fantásticas envueltas en medias de colores, con chaqueta azul-morada, hablando suave y asintiendo a sus propias palabras, tomando el que sea el segundo mejor café de la historia: capuccino con arequipe con trozos de un corazón de hojaldre, comparando caracteres chinos con japoneses, repitiendo aquel piropo de Francia para luego ir a comprar libros y caminar dos cuadras por la 15 para finalmente abrazarnos hasta la próxima.
Existes, yo te he visto. He visto los años pasar en ti. Te vi con un largo y parejo capul usando esa sudadera beige con amarillo; te vi cantar en portugués en un escenario en el coliseo; en el planetario diciéndome que si no todos viéramos los objetos del mismo modo, no podríamos tocarlos; en el parque frente a mi casa en Bogotá para felicitarme de cumple y conociendo a Chan; otro 30 de julio dándome un hermoso esfero color “Leo”, que aún poseo. Existes en trozos en todos esos lugares y acá donde te leo desde el año en que lo comenzaste. Somos. Pero en trozos, sí.
Hay una texto de Ludwig Wittgenstein que se encuentra en su “Tratactus Logico–Philosophicus”. Copio y pego:
“El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor –y aunque lo hubiese, no tendría ningún valor. Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo que ocurre y de todo ser así. Pues todo lo que ocurre y todo ser así son casuales.
Lo que lo hace no-casual no puede quedar en el mundo, pues de otro modo sería a su vez casual.
Debe quedar fuera del mundo.”
(Cada vez que leo ese fragmento, aunque excesivamente racional, me llega un nuevo significado)
Bien podrias existir en el texto en sí. Bien podrias existir en el hecho que documenta el texto. Existes en ambos y más alla (como bien lo dicen los comments), justamente, por estar llena de sentido… y fuera del mundo.