Palitos y bolitas

Todos mis amigos en Tsukuba me preguntan por qué anduve perdida la semana pasada. Yo sé que la rumba no es lo mismo sin mí, pero a veces hay que alejarse del ruido y las luces para reconectarse con el centro de uno mismo. Ustedes saben, para ser más zen y escuchar la inner voice. Yo los quiero mucho y amo emborracharme con ustedes pero estoy en un país oriental y aquí se vino fue a meditar, y como hasta ahora no lo estaba logrando pues me fui a Corea. Corea, el Japón chiviado de Asia, el Siete de Agosto del Extremo Oriente. Me fui sin saber nada ni esperar nada más que un reencuentro conmigo misma; el resto vendría por añadidura (Google search: “Seoul nightlife”). Con la espiritualidad por el cielo llegué a Incheon y cuál no sería mi sorpresa cuando veo una camisa color yema de huevo demasiado familiar para mi gusto en Arribos. Me le acerqué porque me pilló mirándolo y me sonrió y ya no tenía escapatoria.
—¿Usté qué hace aquí?—, le dije.
—No, más bien usté qué hace aquí.
—Hey, yo vivo en este continente. Y aquí no piden visa.
—Técnicamente usté no vive en este continente, usté está en una isla.
—Ay, en fin.
El pisco este venía dizque a una de sus cosas matemáticas que, imagino, consistirán en pararse frente a un tablero y llenarlo de matachos y luego ponerse la mano con el dedo índice y el pulgar en L bajo el mentón y decir “hmmm”. Y al lado habrá muchos tipos de todas partes del mundo mirando el mismo tablero y diciendo “hmmm” también.

Pero bueno, en vista de que ninguno de los dos sabía leer palitos y bolitas nos fuimos juntos en el tren como para ofrecernos apoyo moral. Tampoco era que nos habláramos de a mucho durante el trayecto, así que mi plan de aislamiento hasta ahora funcionaba a medias tirando a bien. Sin embargo, él en su buena fe quiso bajarse en la misma estación de metro que yo dizque para ayudarme a encontrar mi hotel y resultamos cogiendo taxi para llegar quién sabe cómo a un lugar completamente inconexo de todo que no se parecía a nada visto ni antes ni después. Ahí se hizo evidente que tendríamos que pasar los siguientes días juntos si queríamos sobrevivir. Al hotel llegamos al fin después de ver un río gigantesco y luego volverlo a ver, la rabia convertida en miedo convertido en estoicismo nervioso convertido en genuino agradecimiento.

Desde entonces creo que nos hicimos amigos, como esos policías de las películas que viven un montón de aventuras juntos y vuelan (literalmente) en un Chevy Impala café con el Gran Cañón de fondo o algo así. Viendo el periplo en retrospectiva lo imagino despidiéndose de mí con cabestrillo después de ese episodio donde coge al jefe de la mafia con las manos en la masa y yo llego a último momento a dispararle cuando le está apuntando a la cara pero está dando su discurso final de cómo los policías son —somos— tan tontos. “¡Aguanta, Johnny!”, grito yo mientras él se agarra el hombro ensangrentado, porque a todos los policías veteranos les disparan es en ese punto entre el pecho y el hombro donde a uno le gustaría recostarse si no fuéramos policías ni amigos de aventuras internacionales sino otras cosas más bonitas. Eso u oficinistas borrachos en el metro. Le estrecho la mano buena, le doy un abrazo pero suelta un “ughhh” gutural que nos da risa y le prometo que nos volveremos a ver algún día.

Así que eso estuve haciendo. O no, pero a quién le importan las caminatas sin rumbo y los festivales de luces y las comidas picantes que dejan los labios adoloridos. No me encontré ni nada por el estilo. No creo siquiera haber tenido tiempo de buscarme. Fui a Seúl, volví y ahora he vuelto con ustedes a continuar la fiesta.

[ Ride the Tiger — Jefferson Starship ]

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