La otra noche soñé que me disponía a viajar a Bogotá con una compañera de clases de Brunei. Ya iba llegando al aeropuerto cuando me enteraba de que mi vuelo no arrancaba desde Narita: lo haría desde Dublín.
¡Dublín!
¿Y cómo diablos iba a llegar yo a Irlanda? Jugueteaba con la idea de tomar un ferry, pero al parecer lo más sensato era tomar otro vuelo.
El problema del nuevo tiquete se resolvía rápidamente: un avión con puestos estaba a punto de salir. Pero entonces recordaba—¡no tenía visa! Sin visa no habría transbordo y sin transbordo no habría Bogotá. Para colmo, la bruneyana abría la bocota para expresar extrañeza puesto que a ella nadie nunca le había pedido una visa. “Sí, pero es que el mío es un país pobre”, replicaba yo con ganas de formar una L y una J con el índice y el pulgar de cada mano, ubicarlas alrededor de su cuello y convertirlas en paréntesis cada vez más cerradas.
Entonces caía en cuenta de una cosa más, como si fuera poco: se me había quedado el pasaporte en el apartamento en Tsukuba. La idea de salir corriendo a la embajada irlandesa a tratar de obtener una visa instantáneamente se iba desvaneciendo, y mi resignación me llevaba a salir del aeropuerto hacia las calles de Tokio, sobre la bahía. De repente, ya no era la niña de Brunei quien me acompañaba, sino Azuma. En la vida real esto constituiría un gran consuelo, pero en el sueño ella simplemente me decía que quería ir a un centro comercial en Odaiba. Desde donde estábamos paradas se veía gigantesco y tentador al otro lado del mar, pero la angustia y el desánimo me invitaban a abstenerme de abandonar la empresa de regresar a casa por pasar todo un día vitrineando y jugando Taiko no Tatsujin. De todas maneras alcanzaba a meditarlo un rato—antes de despertarme con el corazón en la mano y la certeza de que nadie iría a ninguna parte, mucho menos a Dublín.
[ So Easy — Röyskopp ]
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