El sol de mediodía había dejado mis hombros y abdomen calientes al tacto. A mi alrededor el rumor de las olas se imponía sobre las miles de conversaciones que se sostenían sobre toallas y esteras clavadas en la arena. El calor punzante que se extendía sobre mi piel era un llamado del océano, un irresistible canto de sirena. Hipnotizada, me sumergí en las aguas color turquesa y caminé sobre el suave polvillo mojado del suelo marino, dejando atrás la inmensa colonia de morsas que se explayaba sobre la costa. Abajo, la luz creaba sombras serpenteantes sobre las ondas de arena inmutada en volutas bajo mis pies azulados.
No puedo trazar con exactitud las circunstancias que me habían llevado a una playa cuyo nombre me gustaba ver escrito en letras fluorescentes estampadas en la camiseta de un tío mío cuando tenía cuatro años. Magnum, p.i., The Baby Sitters Club, Kamakura, un viaje fallido a Barcelona. Y sin embargo, ahí estaba. Mi yo del presente jamás habría podido convencer a mi yo del pasado de que aquel punto en la mitad del Pacífico sería conquistado, ni tan siquiera entregándole como prueba la plumeria mustia que llevé sobre la oreja derecha mientras esperaba el bus a Hanauma Bay.
Fue entonces, en la soledad de aquel trozo de océano, que lo supe con claridad: había llegado adonde quería, exactamente adonde quería. ¿Qué importaban los días de infinito aburrimiento que habían precedido a este? ¿Qué importaban los silencios y las lágrimas? El camino había sido recorrido por mí y solo por mí, cada bache, cada ápice. De nadie dependía esta felicidad absoluta más que de mí misma.
La marea talló en mi rostro una sonrisa amplia que nadie habría de ver. Deseosa de saber qué más me depararía el mundo en los años por venir, vadeé a tierra y volví a tumbarme sobre la estera.
[ Over & Over — Moloko ]
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