The Spy Who Loved Me

El fin de semana pasado estuve sintiendo una extraña obstrucción en la garganta. Si bien podía comer normalmente y posiblemente convivir con ella durante un rato, fingir sonrisas con ella e ir de compras con ella, la masa amenazaba con estallar dentro de mí y hacerme implotar. Puedo imaginarme un cuerpo derrumbándose como casino de Las Vegas para dejar un montículo de tejido como una prenda más de las que yacen en el tatami al final del día, sólo que con sangre fluyendo por sus orificios. No sería un descubrimiento agradable para los de la inmobiliaria, que vendrían furiosos a mi apartamento en busca de la renta atrasada.

Escribí un par de líneas furiosas en un cuaderno con un esfero que pintaba intermitentemente y me fui a dormir. Pero la bola en mi garganta no desaparecía; al contrario, crecía y rasgaba las paredes de mi tracto respiratorio. Entonces fue necesario tomar cartas en el asunto. Desafortunadamente cometí el craso error de recurrir a un antiguo confidente de quien se había descubierto recientemente que se trataba de un agente secreto encubierto: nada menos que James Bond. Ustedes saben cómo es Bond: elegante, atractivo, caballeroso, el galán que le corre a uno la silla en el restaurante, el que baila y besa con una pasión inolvidable, ese hombre que lo mira a uno con ojos imperturbables y está dispuesto a escuchar los más recónditos misterios del corazón con interés casi genuino, pero asesino al fin. De manera que fiel a su condición de espía de heladas venas, James aprovechó para tomar mi masa laríngea, recubrirla con una pasta corrosiva hecha de reproches e insultos y lanzármela a la cara cual letal tarta de crema. El dolor ocasionado por quien otrora me prometiera un amor inquebrantable me reveló que si uno sabe que el agente seduce y se hace el comprensivo mientras se entera de cuanto secreto sensible uno tenga por entregar para luego asesinarlo a uno de manera pintoresca, ¿para qué lo va a mirar uno con ojitos de Bambi? Como si así fuera a hacer una excepción… La adorada enemiga de Bond se retuerce y desaparece de escena mientras 007 hace un chiste insulso.

Afortunadamente en el primer piso de mi edificio vive Azuma, la primera persona que conocí en Japón (recién aterrizada en Narita, de hecho) y la mejor amiga que Tsukuba y los giros del destino me han podido dar. Con la excusa de ayudarle a mover una lavadora fui a su casa y entre las dos les pusimos dinamita a nuestras respectivas rocas asfixiantes y respiramos hondo. Volví a mi apartamento con los brazos estirados en júbilo, dispuesta a caer finalmente en un sueño reparador. No es un final muy emocionante para algo que amenazaba con acabar conmigo, pero en las historias de la vida los desenlaces suelen ser mucho más sencillos que el misterio que los desencadena.

Ahora que todo se mueve relativamente bien, declaro con un puño al aire que me rehúso a dejar de quejarme. Me niego categóricamente a dejar de expresar lo que siento. No pienso convertir el silencio en un amasijo de jirones ensangrentados sobre una vía de la línea Chuo de la Japan Railways. Si desahogarme es muestra de mi suprema debilidad, tal como dijo Bond antes de dispararme con una pistola con silenciador (o hacerme caer a un estanque de pirañas, o estrangularme con mi propio brasier—elijan ustedes su muerte Ian Flemingesca favorita), pues débil habré de ser para (sob)revivir. Tal vez al final resulte como Baron Samedi en Live and Let Die, riéndome a carcajadas en un tren mientras el agente 007 se deshace de mi recuerdo, convencido de la infalibilidad del veneno ofídico en mi corazón.

[ You Only Live Twice — Nancy Sinatra ]

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