Epílogo de la mudanza

El parque del barrio con cerezos en flor.

Lo que parecía ser el final, no lo fue. Queridos radioescuchas, las aventuras de Olavia Kite regresan con nuevos y emocionantes episodios para el deleite de toda la familia. En esta ocasión, Olavia Kite es víctima del robo de su bienamada cámara y el fiel disco duro portátil que contiene todo el registro gráfico de su paso por Japón, Colombia y China. Sí señores, tal como lo oyen: la mudanza ha sido opacada por este desafortunado hecho. Sin embargo, la Divina Providencia ha obrado en favor de nuestra heroína y con ayuda de la Policía de Tsukuba y un llamado bilingüe al buen juicio, esta historia tiene un final feliz. Escuchemos este espeluznante relato.

Todo comenzó cuando el tutor dejó de atender las angustiadas llamadas de nuestra protagonista, preocupada de tener que abandonar aquel desagradable hoyo llamado Ichinoya a cierta hora mientras muchas de sus pertenencias aún llenaban la habitación. Pues bien, resignada a no contar con la ayuda que otrora recibiera, y horrorizada ante la idea de volver a halar una carreta por todo Tsukuba, Olavia llenó un montón de bolsas y las dejó en el pasillo mientras se dedicaba a llevar a cabo el papeleo de salida. Pronto arrastraría las bolsas consigo hasta su nuevo hogar y todo sería maravilloso. Sin embargo, la joven estudiante extranjera no contaba con los nuevos moradores del dormitorio, quienes ignoraban la ley silenciosa de no tocar los objetos del pasillo y aprovecharon su corta ausencia para hacerse a la trajinada cámara y el disco duro repleto de datos valiosos.

Encontrar el lugar donde antes se encontraba una cámara vacío fue descorazonador, pero no tanto como el posterior hallazgo de la falta del disco duro. Ni llorar podía nuestra pobre protagonista. En este momento de angustia la acompañaba Azuma, afortunadamente, ya que fue ella quien llamó a la policía para denunciar el robo al flaquear las fuerzas de la exasperada dueña de los aparatos. Mientras tanto, Olavia improvisó unos anuncios en inglés y japonés exigiendo la devolución de los objetos. Había algo de esperanza en este acto—creer que alguien se apiadaría de la dueña y simplemente dejaría el botín en el sitio estipulado…

El auto de la policía llegó y de él se apearon dos agentes, un hombre y una mujer. El hombre, de cejas arqueadas, elaboró un croquis de la escena del crimen. El bosquejo incluía los números de todas las habitaciones de aquel tercer piso y flechas indicando dónde había bolsas y dónde habían caído las viejas pantuflas que el ladrón había dejado desperdigadas al tomar el tesoro. La mujer, alta y pecosa, tomó los datos y el testimonio de Olavia. Estudiante de primer año de tal carrera, colombiana, una cámara de este modelo y este color, un disco duro de otro color, avaluados en tantos yenes, se encontraba en proceso de mudanza, la nueva dirección es la siguiente, una consulta gramatical con su jefe. Una vez retiradas las autoridades, Azuma y Olavia tomaron dos taxis y los llenaron con las bolsas restantes, temerosas de perder el resto de sus cosas en caso de prolongar más este infernal acarreo.

Sobra decir que la llegada triunfal al nuevo hogar fue opacada por este hecho. En cualquier momento Olavia recordaba las fotos perdidas, los recuerdos deshechos por aquel malhechor que de seguro ya habría formateado el disco al hallarlo ilegible para Windows. Quién sabe qué grasosas manos estarían tomando fotos borrosas con la cámara ahora…

Dos días después, mientras la triste estudiante le comunicaba la noticia al mundo desde la biblioteca de la universidad, un mensaje proveniente de su amiga Alicia—ahora residente del dormitorio—la sacó del resignado letargo:

“La cámara y lo demás han regresado.”

Oh amado público, es imposible poner en palabras la estupefacción de Olavia Kite al recibir este mensaje en su celular. ¿Podía ser cierto? Sólo había una manera de comprobarlo.

Rauda salió nuestra heroína en su bicicleta hacia Ichinoya, donde la esperaba Alicia, sonriente, con una caja dentro de la cual la noche anterior alguien había depositado la cámara y el disco duro y los había abandonado silenciosamente frente a su puerta. Como pudo constatar luego, ya en calma, los datos del disco duro permanecían intactos, aunque los de la cámara habían sucumbido al afán amateur del ladrón de tomar fotos pequeñísimas para hacer rendir la tarjeta de la memoria. Su único trofeo permanente fueron dos tarjetas de memoria genéricas, las cuales fueron prontamente reemplazadas durante una posterior visita a Akihabara.

Y bien, queridos radioescuchas, he aquí el final feliz de esta historia. Toda evidencia de la mudanza fue destruida por las torpes manos del ladrón, pero a cambio Olavia conserva intacto su tesoro de memoria visual, del cual sacará copias de ahora en adelante. Ahora el sol brilla en su apartamento con ventanas mientras ella repasa una y otra vez las fotos que espera nunca más tener que dar por perdidas.

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