Doce horas, doce prefecturas.
Kobe, Osaka, Kyoto, el ánimo matutino, el mar, el recuerdo de las geishas como espejismos sobre las callejuelas de Gion.
El lago Biwa en Shiga, donde uno pensaría que no hay nada digno de ser visto. El silencio.
Gifu, gris y desteñida, en donde realmente no hay nada digno de ser visto.
Aichi pasa en un abrir y cerrar de ojos. La región Kansai se apaga de golpe y las conversaciones ajenas se hacen discernibles.
A un lado el monte Fuji y al otro el mar en Shizuoka. Belleza infinita en una región interminable.
Kanagawa es la promesa desesperada de llegada al hogar.
Tokio es un alivio, un milagro, el año 2040. Este viaje no sucedió; yo vengo de la estación de Kanda.
Chiba, Saitama, Ibaraki: un niño pide explicaciones de su padre mientras yo duermo en el bus.
Mi aliento condensando no es suficiente para convencerme de que estoy de regreso en Ibaraki.
Mi viaje a Kansai se acabó. La realidad es Tsukuba; mis amigos en Kobe y Osaka y las geishas furtivas se han disuelto en mi cabeza como el mar dorado que vi en mis sueños cuando ya había anochecido en Shizuoka.
Necesito dormir. Tal vez cuando cierre los ojos reaparezcan las postales intangibles de este día y esta semana cuyos sucesos aún no soy capaz de digerir.
[ Polovtsian Dances — Alexander Borodin ]
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