Año Nuevo en Miami

He pasado el mejor Año Nuevo de mi vida. Bailé resto, conocí un montón de gente súper chévere y al otro día desperté con mucho dolor de cabeza pero ¡¡¡muy feliiiiiiz!!!

Eh… No. Así no fue.

Lo último que recuerdo del año 2006, además del súper paseo de olla que organizaron mis papás con familiares y más familiares míos, fue el ajiaco que comí en el aeropuerto El Dorado (no pude con todo pero estaba bien rico), el jugo de maracuyá y el usual contraste entre la despedida de mis familiares con la de Asai Sensei. La noche anterior, cosa curiosa, había dormido muy bien. Mi papá me despertó a eso de las seis de la mañana y terminé de empacar. Mi dotación de lentes de contacto se quedó sobre el tocador, cosa que me ha tenido pensando desde que me di cuenta de ello, por ahí a 30.000 pies de tierra firme. Creo que todavía estaba en Colombia cuando llegó la revelación a mí.

Creo que volar en fiestas de fin de año tiene un efecto positivo: los oficiales de inmigración están a) aburridos de tener tan triste turno o b) contagiados de un alegre espíritu que los hace hacerle a uno la charla pese a que hay quién sabe cuántas familias esperando en fila a que les digan “Welcome to the United States”, cosa que creo que no me dijeron a mí, pero sí me dijo “¡Chao pues!” el que revisaba el formulario de aduana antes de pasar por las maletas. Cabe anotar que antes de ello me preguntó “¿Cachaca?”, pregunta que me tomó completamente por sorpresa.

Lo que sigue consiste simplemente en tomar el equipaje, ubicarlo en algún punto estratégico, ir al baño maldiciendo no haber ido en el avión, encontrarlo intacto, tomar el ascensor, llamar a mi familia y avisarles que no pienso ponerme a buscar hotel. ¿Qué significa eso? Que Olavia Kite camina por ahí con sus maletas hasta encontrar una esquinita medio escondida, ubica su equipaje de mano en una silla, el carrito grande bajo sus pies, y se tapa con una de las dos chaquetas que lleva, disponiéndose a leer Kafka on the Shore.

El tiempo pasa. Cada 15 minutos anuncian la hora por el altavoz. De resto, además de la música navideña de fondo hay avisos sobre el alcalde, de apellido Álvarez, que agradece su visita a Miami “and the beaches!” y sobre el peligro de dejar maletas desatendidas. Yo leo hasta aburrirme. Por más que lo intento, no logro dormir más de 15 minutos. No sé cuál de todos los avisos es el que me despierta siempre.

Deben ser por ahí las ocho o nueve cuando aparece un señor rubio de sombrero que se acomoda un poco lejos de mí y se pone a leer. Cada vez que mi sueño es interrumpido torno mi mirada hacia él y ahí sigue, leyendo quién sabe qué. Bienaventurado él, que no se aburre tan fácilmente como yo. Sé que no puedo desear que el tiempo corra más rápidamente porque eso simplemente no sucederá. Retomo mis gafas y a Murakami.

A las once creo haber conquistado el sueño al fin, tan sólo para despertarme a las once y quince. El aeropuerto ha quedado desierto hace ya rato, exceptuando algunos trabajadores de camiseta color amarillo claro que departen sobre lo terribles que son los bolivianos. Me parece que uno de ellos pronuncia la l como los puertorriqueños. No se me hace tan terrible como lo hace sonar el reggaetón.

Los últimos diez minutos del año 2006 los gasto mirando el reloj que tengo a la izquierda, un poco alejado. Ya se han ido las azafatas que estaban festejando. Me he levantado un momento a estirarme, reacomodar la maleta más grande en el carrito y volver a mi puesto. Dos personas más han llegado a dormir en el suelo; uno de ellos tiene una colchonetica inflable. Por lo profundo que caen infiero que ya han hecho esto antes.

“Happy New Year!” nos dicen los funcionarios del aeropuerto después de gritarselo entre ellos y al frío reinante. Me paro, no sé a qué, y me quedo mirando al lector incansable. Me mira. Nos sonreímos débilmente. “Happy New Year”, nos decimos. Por fin logro ver qué lee: es una guía Lonely Planet a Perú.
“You’re going to Peru?”
“Yeah. Where are you from?”
“Colombia.”
Los durmientes en el piso no se inmutan.

Brent es canadiense y vive en el Yukón con sus perros. Participa en carreras de trineos y me explica las propiedades del buen hielo. Va a pasar un mes en Perú y otro tanto en Ecuador, recorriendo lo que no conoció en su paseo del año anterior. Iba a hacer escala en Bogotá, pero le dijeron que no era recomendable, por lo que terminó en un larguísimo itinerario Nicaragua – Costa Rica – Perú. Me pregunta cómo es Bogotá y me doy cuenta de que no tengo mucho que decir al respecto. Le digo que no es tan peligroso como le han dicho, que mi profesor de japonés conoce Colombia mejor que yo, que si va a Bogotá me avise y le consigo compañía para que no sea un rubio aviso ambulante de “Tengo dinero, róbame”, que el centro es interesante pero el norte no, y que Perú debe ser muy lindo; tengo un amigo allá y estuve en el aeropuerto cuando iba a Buenos Aires. La conversación fluye hasta que dan las 4 y llega un señor con una cornetica diciendo “¡Feliz Año Nuevo!” y trayendo un poco del sabor que latinoamericano al frío aeropuerto. Se abre el check-in en TACA; el vuelo a Nicaragua que iniciará el largo viaje de Brent está listo para partir. Nos tomamos fotos, nos despedimos y yo me dispongo a entregar mis maletas en el counter (¿los términos aeroportuarios tienen equivalentes en español?) de American Airlines.

No sé cómo habrá sido el comienzo de 2007 para mi familia, todos desperdigados ahora entre Santiago de Chile, Pasto, La Dorada y Bogotá. Sin embargo, en ningún momento he extrañado escuchar las doce campanadas en su compañía. Me hacen falta, claro, pero esto nada tiene que ver con las festividades sino con todo aquello que ha acontecido mientras me he encontrado con ellos, o al menos hablando con ellos. El año está compuesto de fechas que se suceden, algunas marcadas en rojo, pero lo que las hace especiales no tiene que ver con el hecho de estar resaltadas en el papel o de ser anunciadas con bombos y platillos en los medios de comunicación. Sólo el corazón de cada ser humano conoce los momentos que, perdidos en el eterno rodar del tiempo, se hacen intempestivamente inolvidables.

[ Changes — David Bowie ]

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