Tenki Yohou

Ayer el señor Nakamura se despertó temprano para hallar que en Rusutsu (Hokkaido) la temperatura había caído a los cinco grados centígrados. Del imponente monte Yotei sólo quedaba la esperanza de otro día soleado. Se vistió elegante, como en sus viejas épocas de salaryman y condujo desde su pensión hasta el aeropuerto de Chitose, donde tomaría un avión rumbo a la capital.

Tal vez a la misma hora, tal vez un poco antes, Olavia Kite notó que desde la puerta abierta de su balcón, por entre el mosquitero, ya no se colaba vapor espeso sino una débil ráfaga de aire frío. Según el informe meteorológico, la temperatura en Tokio había alcanzado los veinte grados. A juzgar por el cielo encapotado, seguramente el monte Fuji no volvería a aparecer sino hasta después de las primeras nieves. La última vez que lo vio fue en junio.

No hablaron mucho en su último encuentro. Pudo más el hambre, aún con la triste oferta del segundo piso de la cafetería de la universidad. Después de la apresurada despedida, Olavia Kite se prometió a sí misma que le escribiría al señor Nakamura ofreciendo una explicación más detallada respecto del imán con forma de comida típica colombiana que le regaló. Si todo sale bien, dentro de uno o dos años volverá a aquella isla, esta vez a conocer su famoso invierno.

El clima ha empeorado, cubriendo la ciudad con una oscura sábana gris, como una maqueta sin develar. Tal vez ni el Fuji ni el Yotei hayan existido jamás. Seguramente mañana el señor Nakamura y Olavia Kite despertarán de nuevo más o menos al mismo tiempo. La diferencia es que él sabe perfectamente qué hacer con su soledad irremediable mientras que ella, que aún conserva una esperanza en la lejanía, camina bajo la llovizna eterna y la encuentra insoportablemente familiar.

[ Yo soy aquél — Raphael ]

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