Llamaron a la puerta y ahí estaba ella, calladita calladita. Su silencio me hacía sentir incómoda, como si hubiera algo en la atmósfera que le disgustara. Como si siempre hubiera algo que le disgustara. Así que me fui de gancho con él y le pregunté cómo seguía del estómago. Me contó chistes malos, yo escuchaba su peculiar modo de hablar. Sorpresivamente, a la mitad del camino ella también contó un chiste. El grupo se fragmentó en dos parejas, ella y él de la mano, él y yo de gancho. Llegamos al cine. La película estaba bonita. Helado. ¿Y ahora qué hacemos?
—No sé.
Volvimos a mi casa. Él reía alegremente y se concentraba en el televisor con una pose que no delataba su edad. Ella se quedó dormida. Después, poco a poco vislumbramos hilillos de voz y sonrisas sutiles que la revelaron no como la dueña de un silencio arrogante sino como un ser que simplemente es así. No hay que indagar, las palabras nunca saldrán de ahí si se las arranca violentamente. En su silencio está contenida una dulzura inexplicable.
Por otro lado, de él —quien la llevó de la mano al cine —tuve la total certeza de que sería un papá intachable. Cuando ella se quedó dormida él la tapó. Les trajo a ambos jugo, y a él gelatina (por eso del dolor de estómago). Lástima que el tiempo hubiera pasado tan rápido, me doy cuenta de lo mucho que me gusta estar con ellos.
Hoy, y sólo hoy, Maladjusted tiene razón respecto de mi exacerbado sentido maternal.
[ Thé à la Menthe — Nikkfurie ]
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