El salto del ángel

El viernes pasado nos invitaron a una celebración pre-cumpleañera en El Salto del Ángel, en el parque de la 93. Hallándose mi vida un tanto desprovista de vida nocturna, me uní al plan porque a) la cumpleañera es una de mis mejores amigas de la universidad y b) yo quería bailar. Para mi gran alegría, los objetivos (bailar y estar con ella) se cumplieron a las mil maravi—

¿Pero qué estoy diciendo? ¿A quién engaño? El Salto del Ángel es una estafa. A la hora de comer el chino de la 8a con no sé qué es mil veces mejor, y bailar es más fácil y cómodo en un Transmilenio atestado. El cover no es consumible, lo cual le hace pensar a uno cuando ya ha pagado y es demasiado tarde para retractarse que el lugar tiene que ser casi que etéreo para que uno pague con gusto por el mero disfrute del ambiente. Mi primera impresión al entrar, sin embargo, fue que habíamos pagado para sentarnos en una sala de espera. Nos habían ubicado en un cojín blanco grandísimo donde todos teníamos que darnos la espalda mientras sonaba lo que parecía la programación habitual de ‘La W’ o ‘La FM’ (emisoras cuya música me gusta mucho —sí, soy una anciana que se conmueve con Dionne Warwick —, pero que bien podría oír en la comodidad de mi casa, gratis). Al cabo de un rato nos dieron una mesa.

Las siguientes siguientes dos horas transcurrieron entre Cyndi Lauper, Boy George y la cannción de la propaganda de Revlon a principios de los años 90 con Cindy Crawford. Muy seguramente eso se bailaba frenéticamente cuando a mí me hacían el copete de Alf, pero mis tenis Reebok rojos sucumbieron al poder del crecimiento infantil y ahora eso era simple música de fondo. Pasaron a preguntarnos si íbamos a comer (insistentemente), y en vista de que ni Himura ni yo consumiríamos alcohol caímos en la triste trampa de pedir una ensalada César. Gran error. El menú juraba que traía una mayonesa especial de anchoas, pero yo les aseguro que las tres gotas que adornaban las hojas de lechuga tiradas por ahí en el plato no pasaban de agualeche. Tomamos Nestea lentamente mientras mi amiga me comentaba alegremente que el establecimiento era lo más cercano que había a Andrés Carne de Res (ahora con mayor razón no me acerco por allá) y que tranquila, que la música para bailar ya iba a empezar, que la otra vez que estuvo ahí el lugar estaba tan lleno que ella tuvo que bailar sobre un escalón (¿Que qué?). Esta última declaración tomó sentido en mi cabeza cuando notamos que cada vez había más gente recostada contra las paredes, sentada en las escaleras, parada por ahí. He de anotar además que el espacio entre mesa y mesa es mínimo. En serio, ¿dónde íbamos a bailar cuando el momento llegara… si es que llegaba?

Estábamos tan desesperados después de la fallida cena que aseguramos que bailaríamos reggaetón si éste llegaba a sonar. Para nuestro (breve) alivio, el tan esperado momento llegó con Juan Luis Guerra. Al fin, a lo que vinimos. Las primeras dos o tres canciones transcurrieron con relativa normalidad: todavía podíamos dar vueltas. No obstante, notamos que nuestro baile se veía interrumpido por la presencia de alguien que quería pasar al otro lado, ya fuera mesero o cliente. Sucedía sólo a veces. Y luego, varias veces. Después, muy seguido. Demasiado seguido. Bueno, cambiemos de lugar. Aquí tampoco se puede, es una intersección de mesas. Allá se ve más espacio, vamos. Es la entrada, no hace sino pasar gente… ¿Llega uno a realmente bailar en toda la noche? ¡No! Simplemente se esquivan obstáculos móviles rítmicamente. Ahora que lo pienso, era más o menos como jugar Frogger en la vida real.

El hecho de fundir todos los pasos de baile en un solo bamboleo contra codos y espaldas termina colmando la paciencia de quien quiere de verdad hacer algo más que posar para Bogota2Night al ritmo de cuarenta grupos indistinguibles con sus canciones que en realidad son una sola. Además, yo tenía un dolor de estómago para el cual la supuesta ensalada César no fue de gran ayuda. En medio de la quincuagésima octava canción de Carlos Vives dejé de arremeter a diestra y siniestra para decirle a mi fiel compañero de baile, no más.

De repente se me ocurre que tal vez, si nos hubiéramos emborrachado a más no poder, bailar a medias sobre un solo baldosín habría sido una experiencia inolvidable. Pero ése no fue el caso, así que estando lo suficientemente lúcidos para saber que pagar por hacinarse no es lo que llamaríamos ‘diversión’, nos alejamos disgustados.

[ Kang Ding Qing Ge — 12 Girls Band ]

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