Échec et mat

Esto es una paradoja y todo el mundo lo sabe. Mis amigas lo saben, mis papás lo saben, la señora de la droguería lo sabe. Lo supieron mucho antes que yo, pero no fueron capaces de ser claros conmigo. “No te le acerques”, me fueron diciendo, uno por uno. Sin embargo, yo sólo tuve ojos para resbalarme por esa melena que desembocaba en sus labios, los más bonitos que alguien pudiera tener, tan extrañamente enmarcados y al mismo tiempo sobresalientes como un diamante en un nido de copetones. Creí que me lo decían precisamente por la tupida cabellera… y en cierto modo fue así. Pero insisto, jamás fueron claros, y ahora todos sufrimos las consecuencias.

Esto que trataron infructusamente de explicarme por medio de frases condensadas lo sabían desde mucho antes de que él me empezara a dejar colombinitas a la entrada del conjunto y se quedara quieto, muy quieto, mientras me veía pasar camino a la tienda de la esquina. Supongo que me estaba observando, pero es muy difícil saberlo cuando lo único visible de una cara es su boca y tal vez un par de pecas desvaneciéndose al final de sus mejillas. Intenté ignorarlo las primeras veces, pero al cabo de un mes terminó impresionándome tanto esa estatua de carne en la que se convertía que volví de la tienda con el mandado y me paré justo al frente de él.
—¿No vas a hablarme, ya que tanto me miras?
Dicen que en ese preciso instante perdí, que si lo hubiera ignorado del todo esto no habría pasado de una escena desagradable a la entrada de su casa, tal vez un par de floreros rotos y libros descuadernados, pero nada trascendería la frontera de su antejardín. No obstante, yo no entendí nada de lo que me decían y me aventuré a indagar en ese abismo viviente, hasta caer.

Cuántos besos, cuántas palabras dulces saleron de aquellos labios cuyos ojos no querían ver claramente la luz del día. Cuántas veces intenté correr el velo que los cubría, tan sólo para encontrar un manotazo que sellaba la entrada a su tal vez dulce mirada. La gente normal habría abandonado esta empresa, este amorcito adolescente de barrio, pero yo me empeñé en buscar el alma hermosa escondida tras el abominable peinado rebelde. Lo amé con toda la capacidad de mi pequeño corazón ingenuo, lo amé hasta los límites establecidos por la vida escolar y la intimidad que acababa donde su mano se convertía en una fría barrera. Una barrera sobre otra. Ese pelo era infranqueable.

—Hija, tú sabes que yo te he dado mucha libertad y continuaré dándotela, pero quisiera advertirte sobre el muchachito del frente— me dijo mi mamá un día.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—¿C-cuál muchachito?
—Yo soy tu mamá, yo me doy cuenta de estas cosas. El de las greñas alborotadas.
—Ay, mamá, pero si no es nada serio…
—Precisamente. Tú no sabes en qué momento te enamoras de verdad de él, y… Ay, hijita, ojalá hubiera sido más clara respecto de este niño. Traté de advertírtelo, todos tratamos, pero tuvimos tanto miedo… Queríamos que el pobrecito tuviera una vida normal… Pero tú con esas orejitas tan bonitas eres valiente y sabrás comprenderlo…
Los profundos suspiros de mi madre aderezaron el final de su críptico discurso, y yo hube de reanudar mi inocente vida amorosa normalmente.

Pasaron algunos meses cuando el furor de la misteriosa melena se desvaneció junto con mis sentimientos afiebrados. Los besos se tornaron insípidos y la falta de ojos para mirar hipnotizada terminó desesperándome. Siendo mi costumbre enfrentarme a todo a su debido tiempo, me senté junto a él en una banca del parque y le comuniqué mi intención de acabar con esta anormal aunque divertida relación. Podríamos ser amigos, de todos modos.
Entonces sentí una presión insoportable en mi muñeca.
—¿Acaso no entiendes que no puedo perderte? Yo te amo. Te amo de verdad. No estoy dispuesto a perderte.
Mis labios se fruncieron en una mueca de incómoda incredulidad.
—Sólo soy una niña más en el barrio, ya encontrarás a alguien mejor.
No.
La presión se hizo mayor. Sacudí mi brazo en vano.
—He estado observándote durante mucho, mucho tiempo. Más tiempo del que alcanzas a imaginar. Decidí que quería pasar mi vida junto a ti. Tu cuerpo refleja lo comprensiva que eres, lo comprensiva que serás conmigo. Has sido un reto para mí, y no voy a fracasar. No puedo fracasar.
—Óyeme, yo no soy tu premio.
—Eres mucho más que eso, tesoro mío.

En ese instante, su mano se alejó del triste chamizo pálido en el que se había convertido mi brazo y, por primera vez, despejó lo que resultó ser la joya que yo andaba buscando, el rostro más increíblemente bello de todo el planeta. Y en su superficie irregular de porcelana pecosa, una mirada brillante y cristalina.
—¿Es que no me crees? —dijo, con esa voz tan grave.
Entonces, mientras sus hermosos ojos azules me miraban cruda y directamente, el viento aprovechó la ocasión para soplar su cabello, el que ya había corrido hacia atrás, y dejó ver sus orejas.
Allí lo comprendí todo. Y al no tener la menor idea de qué hacer, me puse a correr.

Esas orejas las poseen pocos. Esa forma, esas curvas, esa especie de drenaje adonde van a parar los sonidos que rodean al futuro campeón. Todos sabemos que nadie puede resistirse ante las peticiones de los ganadores, tan claramente distinguibles por sus órganos auditivos. Soy una idiota. Debí haberlo intuido. Debí haberlo intuido. La paradoja del barbero se resuelve solamente si el barbero deja de serlo y se limita a afeitarse él mismo cada mañana, dejándole el lío a otro. Si yo no le hubiera hablado él no habría tenido esperanza alguna, habría perdido y habría destruido su casa y su vida sin yo casi darme por enterado. El solo hecho de hablarle fue entrar en su juego. No importaba ya si lo hubiera rechazado de plano o si, como hice, lo hubiera querido hasta donde me hubiera sido posible. No habría ninguna escapatoria, ninguna respuesta alternativa al acertijo de su amor. De todos modos perdí.

—Yo ya lo había visto cuando chiquito, hija —, dijo calmadamente mi madre cuando llegué a casa a llorar desconsoladamente—. Yo sabía adónde iba con esas orejas tan… peculiares. ¿Ahora entiendes por qué no se las descubría nunca?
—Qué astuto, hacerme caer de ese modo… ¿Pero por qué no fuiste clara? ¿Tanto te costaba advertirme exactamente lo que pasaría?
—Lo intenté, hija, pero el niño me cae bien. Es un buen muchacho, salvo por ese… detalle. ¿Ahora qué vas a hacer, si el niño no puede perderte?
Inhalé profundamente y me calmé un poco.
—Quererlo, supongo. Intentar al menos. Y procurar que le vaya bien en la universidad. Y luego velar porque consiga un buen trabajo. A largo plazo me irá bien.
—Sólo procura que esas orejas no las vea nadie. Yo sé que eres comprensiva, cualquiera lo puede ver tan sólo con mirarte.
Estallé de nuevo en bruscos sollozos.
—Mira bien, mamá— dije, tirando de mis lóbulos rabiosamente—. Esto no es comprensión, ¡esto es cobardía! El problema no sería jamás su reacción al perder, sino que de cualquier manera yo resultaría perdiendo. Y que, de todos modos, lo aceptaría estoicamente. Mira como estoy aceptándolo, mamá. ¿Es que no te das cuenta? ¡Lo estoy aceptando!

Este pedazo de perorata es la tercera entrega de La tiranía del lector (¿qué creyeron, que el proyecto se iba a quedar por allá botado?) y es cortesía del amable y antiguo aporte de Ovidio, quien sugirió “La relación entre la anatomía de las orejas de las personas y su actitud frente al fracaso”. Como siempre, fue un ejercicio refrescante. Yo debería intentar esto más seguido.

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