No eran suficientes los alarmantes datos sobre la deficiente calidad e insalubres efectos de los productos ofrecidos por aquella famosa cadena de comidas rápidas, convertida en fenómeno mundial por Ray Kroc: Asumía que una vez cada cierto tiempo no sería dañino para mi organismo, que una simple porcioncilla de papas a la francesa debería seguir siendo aceptable. Sin embargo, dos pequeños sucesos, no muy separados entre sí sobre la línea del tiempo, bastaron para cambiar del todo mi percepción sobre la gigantesca M amarilla y espantarme de ella durante el mayor tiempo posible.
Escena 1: Mi madre invitó a mi tía a almorzar en McDonald’s, en la Colina Campestre. El platillo de elección de mi madre fue una hamburguesa; el de mi tía, una ensalada césar. Casi al término de la comida, mi tía desdobló distraídamente una hoja de lechuga. Me imagino la cara que debió haber puesto al encontrar en el aparentemente inofensivo pliegue… un gusano rosado deslizándose por el verde alimento. Ante la airada queja, el gerente les respondió:
—¡Pero en El Corral hacen las hamburguesas con lombrices y no pasa nada!
Escena 2: Mi madre, mi hermana y yo decidimos darnos un pequeño festín de comida chatarra. Nuestro destino: McDonald’s del parque de la 93. Recordando el incidente de la escena 1, mi madre y yo pedimos hamburguesas sin lechuga. Al término del almuerzo, las tres departimos un rato sobre temas varios. Cuando nos disponíamos a salir, dirigimos una última mirada a la mesa, tan sólo para encontrar una pequeña cucaracha recorriendo las formas marrones de la bandeja que ante nosotras reposaba. Llenamos el cuaderno de sugerencias y le informamos del incidente a una empleada. “Lo siento; lo tendremos en cuenta”, fue su respuesta.
No tengo por qué volver a comer esa basura. ¿McDonald’s? No, gracias; prefiero vivir.
SUENA: Around the World in Eighty Days
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