Esta semana volví de mi primera (y muy breve) visita a Canadá.
Mis primeros minutos en el país los pasé perpleja: el proceso de inmigración fue tan sencillo y tranquilo que me quedé un montón de tiempo esperando a que apareciera una puerta, una fila larga, un agente malacaroso, una barrera de verdad. Pero no. Lo siguiente que supe era que ya estábamos abordando el bus que nos llevaría al centro de Montreal.
Salimos del aeropuerto y ante nosotros se abrió el horizonte explayado que normalmente asocio con Estados Unidos, el baldío paisaje del desarrollo con sus autopistas enormes. Sin embargo, al fijarme en los camiones en la vía, noté que los letreros al costado estaban en francés. Era como una versión de otra dimensión de lo ya conocido. La arquitectura residencial en la ciudad se sintió también así: era como una versión reconfigurada de una mezcla entre Chicago y Nueva Orleans. No conocía nada, y al mismo tiempo tenía la impresión de haberlo visto todo ya.
Escuchaba francés en la calle pero entendía aún menos de lo usual (que de por sí ya es poco). En ocasiones me parecía estar escuchando un idioma completamente distinto. Aunque en muchos lugares era casi seguro que podría comunicarme cómodamente en inglés, preferí lanzarme a pedir cosas en las tiendas con mi francés de dos pesos y luego sonreír y asentir ante las respuestas porque pasaban derecho por mi cerebro sin dejarme nada. Por suerte tenía a Cavorite a mi lado para llenar los espacios en blanco en la conversación.
Pero nada de esto fue tan impactante como descubrir que había colombianos por doquier. Incluso un señor se tropezó con Cavorite y le dijo “¡Uy, perdón!”, directamente en español y con una entonación inconfundible. En San Francisco vivimos con la sensación de ser los únicos colombianos. No podemos evitar lanzarnos miradas furtivas si escuchamos nuestro acento o vemos una mochila por la calle. Tenemos numerosas oportunidades de comunicarnos en español cuando vamos de compras, pero nuestro acento les resulta extraño a los tenderos y no conocemos las comidas que venden, así que terminamos pareciendo extraterrestres que preguntan con qué se come habitualmente la longaniza guatemalteca y examinan con genuina curiosidad las tortillas. En Montreal, en cambio, somos legión. Hay restaurantes que venden bandeja paisa y fiestas gratuitas en la calle con multitudes que bailan salsa. La cosa llegó a un punto surreal cuando pasamos frente a un letrero que no tenía por qué reconocer pero lo hice: era una sucursal de la panadería de toda la vida del barrio de mis abuelos.
El regreso fue no menos desconcertante que la llegada, nuevamente por lo fácil. Pasamos por inmigración para entrar a Estados Unidos sin haber dejado aún Canadá. En la ventanilla solo nos preguntaron dónde vivimos, me tomaron las huellas y una foto y nos dejaron pasar.
Desde el avión vi el lago Hurón. Parecía como si estuviéramos adentrándonos en el mar, pero me distraje un momento y, cuando volví a mirar por la ventana, ya estábamos al otro lado.
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