Gota

Todos en la familia eran propensos a sufrir de gota. La abuela decía que era algo genético, pero bastaba un vistazo a la mesa dominical rebosante de estofados y embutidos de toda clase para empezar a dudar. “La gota me agota”, suspiraba el abuelo con el pie hinchado levantado sobre un puf después del tinto y echaba a reír. Era el chiste más manido de su repertorio, y cada vez que los nietos lo oían recordaban en qué club, centro comercial o cama no estaban por encontrarse reunidos frente a una poltrona descolorida, observando aquel trofeo que era esa especie de juanete a punto de estallar. El otro chiste común era el del cochinito travieso, una tortura larga que le costaría el puesto a cualquier funcionario diplomático en el mundo moderno. Ante ese todos aún fingían reaccionar favorablemente por puro respeto al abuelo, como para reafirmar su autoridad ahora que era todo tos, carraspeo y espasmos. Soltaban una letanía desganada de ja-ja-jas mientras se miraban entre sí cada vez más asustados por la imposibilidad de saber dónde terminaba la risa del patriarca y dónde empezaban los estertores mortuorios.

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