El camino largo

Ayer me metí al bosque al que lleva aquel caminito discreto junto al lago. La tarde era soleada y, en vista de que los deberes que no he completado por los nervios que se disfrazan de pereza y hambre no me dejarían disfrutar del clima de otra manera, verifiqué que nadie viniera por el camino principal (para no levantar sospechas) y levanté el zapato desamarrado por encima de los herbajos para así poner pie en el caminito. Mientras lo hacía, pensaba en la curiosidad que siempre me ha llevado a tocar casi toda textura interesante y a gastar más dinero del debido en golosinas sólo porque me llamaba la atención probarlas.

Con Minori eran así las cosas. Nos daba curiosidad un lugar e íbamos. Fue así que fuimos a Cuba City, IA (por el nombre—no, no había nada interesante salvo una calle con los nombres de todos los presidentes en los postes de luz), St. Louis, MO (“porque esta ahí”, respondió él cuando le pregunté la razón de nuestro paseo de Thanksgiving) y, eventualmente, San Francisco, sin más excusa que la canción de Scott McKenzie. Por curiosidad tomamos el auto alquilado para avanzar por todo Napa Valley, perdernos por un bosque y terminar en Bodega Bay. Por curiosidad nos sentimos rarísimos recorriendo Castro con timidez. Por curiosidad nos comimos un cheesecake congelado cubierto de chocolate y un chocobanano congelado en pleno centro de Napa. Quién sabe si el amor que nos tuvimos contenía un poco de curiosidad, proviniendo nosotros de lugares tan distantes, explicándonos costumbres inverosímiles e inventándonos términos para todo aquello que no habría entendido nadie de cualquiera de los dos lados, nadie que no hubiera sido uno de nosotros.

Fue esa misma curiosidad la que acabó con todo cuando me encontré esperando frente al Colombo Americano a un desconocido que tenía un blog y me invitaba en japonés a tomar café.

Los sonidos de criaturas que se deslizaban a ras de suelo ante mis pasos intentaban intimidarme, pero yo iba resuelta a no mirar atrás. Había un claro donde los árboles se hallaban inexplicablemente desprovistos de hojas, un punto en el que el cielo se agrandaba brevemente. A mi derecha se hacía visible el lago cubierto de flores de loto. Una rama seca rasguñó mi tobillo, pero fue apenas superficial. Pronto se volvió a escuchar el sonido de los carros.

El camino se ensanchó hasta desaparecer en una superficie uniforme de hojas secas y tierra compacta con árboles distribuidos más o menos uniformemente. Un poco más y volvió a salir el sol sobre el instituto de investigación forestal y de agricultura, que se hallaba justo al cruzar la calle. De un brinco crucé el límite hacia el asfalto y reanudé la marcha hacia el dormitorio, que se hallaba como siempre en absoluto silencio.

[ Nightingale — Norah Jones ]

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