Dansez-Vous

Me gusta bailar. Me gusta aunque haya durado años y años sentada con un codo cortando la circulación en un área determinada de mi muslo, la correspondiente mano empujando la piel de la mejilla contra el pómulo, la mirada perdida en la esperanza de que me recogieran pronto. Me gusta aunque durante todos esos años las niñas hubieran ejercitado sus extremidades al ritmo de El preso mientras yo seguía en la posición anteriormente descrita y el vallenato no hubiera sido más que un gran espectáculo de discreta melosería sobre un solo baldosín del salón. Después de un par de minitecas de colegio (las detestaba, no fui sino como a tres en total), unas cuantas fiestas de quince (ajenas; la mía fue una comida no más) y mi prom, decidí rendirme. Todo era bastante claro en mi vida: fiesta = infinito aburrimiento (de ahí mi antigua larga reticencia a asistir a los TOLMs). No conozco el mundo flotante simplemente porque nunca fui bienvenida en él, porque al otro lado de un par de lanzas cruzadas los cuerpos se retorcían rítmicamente al son de las peticiones de números telefónicos, besos furtivos pese a su lentitud y presentaciones inaudibles.

En décimo conocí a quien pensé sería una buena pareja de baile para los (pocos) subsiguientes eventos sociales que se avecinarían. Él estaba solo, yo estaba sola, ¿por qué no intentarlo? El niño celebraba fiestas sin razón en su hogar, un apartamento que aunque grande, no estaba diseñado para albergar una horda de caderas moviéndose “a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda”. En una de esas ocasiones aprendí que, si bien yo no me sentía segura en mis pasos, siempre habría gente bailando mucho peor. Esa misma joya fue responsable de que el mejor recuerdo bailado de mi prom hubiera transcurrido… con mi papá.

Después de mi salida del colegio pasó un año desprovisto de toda forma de baile. Estaba decidido: yo no necesitaba ese aspecto en mi vida. Al fin y al cabo, la falta de práctica me hacía una pésima bailarina y ¿quién querría actualizarme en algo que nadie quiso practicar conmigo en el plazo adecuado? Tomé por curiosidad una brevísima lección de baile de salón, pero me di durísimo en la cabeza con mi pareja de swing mientras dábamos una vuelta. ¿Estaba decidido antes? Estaba decididísimo ahora: Yo no servía para este negocio. El japonés con quien pensaba pasar el resto de mi vida (menos una larguísima e insoportable espera) vino a Colombia y dejé que mi tía lo ilustrara apropiadamente sobre el tema mientras yo pasaba por ahí desentendida, peinándome o leyendo revistas viejas.

Sin embargo, cada vez que uno se hace un firme propósito, y en especial uno negativo, el destino se encarga de mandarle un tortazo a la cara para reírse de uno hasta las lágrimas. Tan sólo un mes después, alguien se sentó a mi lado en un sofá blanco y me hizo una peculiar invitación.

En los archivos de algún computador debe haber una foto en la que este personaje y yo salimos muy elegantemente ataviados, de negro, bailando bambuco. No pedí que me la mandaran creo que por lo ridículo de la situación. Esa noche la danza había cobrado un significado diferente para mí, había logrado ver en ella un lado que tal vez sólo los gansos comprenden. Para el momento del bambuco ya estábamos bailando prácticamente cualquier canción que se nos atravesara.

Nunca conocí el mundo flotante, pero mientras observaba a los demás con mi mala cara tras las lanzas cruzadas, zapateaba y asentía siguiendo el ritmo lejano. Hay un ligero vacío en la historia de mi vida, un vacío que pensé que podría ignorar por siempre, pero que causa escozor inexorablemente cada vez que oigo las anécdotas intrascendentales de las personas cuya vida sigue un curso más bien normal. Retumban las congas y mis pies se mueven debajo del escritorio.

[ High Tide or Low Tide — Ben Harper & Jack Johnson ]

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