Tooi mado kara seken wo miemasu…

A mi tío no lo quería nadie en la familia. No tenían ni un ápice de fe en que algún día pudiera llegar a ser algo, así que se empeñaron en que no fuera nada. Le hicieron la vida imposible metiéndole en la cabeza que no servía para absolutamente nada y que era un estorbo en la casa paterna. Así, cuando mi tío terminó el servicio militar, se recluyó en la finca de mi abuelo, por allá por las selvas del Magdalena Medio.

Cuando alcancé la edad suficiente para ir a la finca descubrí que en su vida de ermitaño se había llenado de revistas de esas que traen montones de datos curiosos, libros y fósiles. Subiendo por la quebrada que abastece de agua la casa se encuentran amonitas de todos los tamaños; algunas con la carne petrificada, otras con capas como hamburguesas grises, una tan grande como lo era mi antebrazo a los nueve años. Aún conservo un pesado ejemplar que él me consiguió en una de sus expediciones a la quebrada.

Hace un par de semanas, después de no pestañear durante dos horas (estaba viendo Jesus Christ Superstar en cine) fui al Hospital Militar a visitar a mi abuelo, quien se hallaba convaleciente por una neumonía. Supe en el camino que mi tío había regresado a la ciudad, quién sabe por cuánto tiempo, y que se encontraba en el hospital esa tarde. Confieso que me dio un poco de miedo volver a verlo —¿Habría cambiado? ¿Me reconocería? ¿Me trataría bien? —, pero la charla de reencuentro transcurrió tranquilamente. Estaba sorprendido por la aparición del Transmilenio, se perdía por las calles, tenía frío. No obstante, la verdadera sorpresa me la llevaría ayer cuando, después de la celebración del cumpleaños de mi abuela, llevaríamos a mi tío a mi casa a pasar un rato. Himura llegó poco tiempo después. Íbamos a salir un rato, pero al fin nos quedamos en la sala. La conversación que sostuvimos durante varias horas revelaba a un hombre que parecía no haberse desprendido nunca del mundo ampliamente intercomunicado. No existía comentario alguno que mi tío no supiera complementar/refutar acertadamente. No había tema que él no supiera manejar, o dentro del cual su conocimiento se redujera a lo que habría aprendido dieciséis años atrás. Himura quedó sorprendido, y yo no lo estaba menos. ¿Cómo alguien con un acceso tan limitado al conocimiento sabía más que muchas de las personas que uno encuentra todos los días caminando entre periódicos, revistas, televisores y computadores?

Mañana volverá al aislamiento de la casita puertoboyacense. Le pregunté cuándo volvería a la ciudad, dijo que no sabía: “es que Bogotá no me llama la atención”. Jamás comprenderé por qué nadie en esa casa quiso conocerlo de verdad, por qué mi tía habla de lo caro que llegará el recibo del agua por los escasos diez días que pasó en el lugar que le debería pertenecer. Me pregunto si algún día yo, irremediablemente sentada frente a lo que debería ser la eterna fuente de la información, conoceré una fracción del mundo que él ha logrado vislumbrar entre las bandadas de pericos que vuelan al atardecer y la ceiba gigantesca en cuya copa anidó alguna vez un águila.

Ciertamente lo único que puedo afirmar en este momento, con los puños crispados de rabia e impotencia, es que lo extrañaré muchísimo. Lo admiro de verdad.

[ Sinner Man — Nina Simone ]

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