Hace exactamente un año me desmayé. En un par de horas oscurecerá, diré “ya vengo”, iré al baño a cepillarme los dientes y no reapareceré sino hasta el otro día. Luego me sentaré a recoger parches de lo que alcance a recordar. Pero bueno. Ahora como bien. Subí de peso, pero a quién le importan las caderas blanditas si el cerebro funciona de buena gana y no se reinicia solo.
A esta hora debería estar haciendo una llamada a Ginebra. Si marcara, empero, lo más seguro es que me contestaría un anuncio en francés señalando lo que ya sé: que al otro lado de la línea no hay nadie. Ahora, si de lo que se trata es de buscar al dueño del número ahora inactivo, podría marcar otro número, pero ya no sería una llamada de buenos días sino una de lamento despertarte a medianoche. El inevitable cambio, un continuo reajuste. Hace un año ni siquiera había interlocutor al teléfono.
Nos movemos, cambiamos, nos estrellamos contra paredes que aparecen de la nada en medio de autopistas, taladramos caminos entre las paredes, avanzamos de una manera u otra. Las más férreas resoluciones se ablandan y disuelven. Se hace evidente lo inútil que es el miedo a lo borroso del horizonte cuando miramos hacia atrás y entendemos que lo que se avecinaba, ahora tan claro, era imposible de ver con antelación, que a la larga de nada sirvió planear. Hace un año hablé de quien era yo diez años atrás. Hoy hablo de esa yo de hace un año. Diez años, un año, la misma inmensa ignorancia. Caminamos miopes por la vida mientras los sucesos nos saltan a la cara como gatos asustados.
[ L’âge d’or — Emily Loizeau ]
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