La noche del 2 de julio Minori Honda llegó a mi dormitorio con una maleta y la firme intención de derretir mi corazón. Nos sentamos en la cama y, después de un largo intercambio de confesiones tardías y ya inútiles, logré reconocer la belleza de su mirada de almendra bajo dos trazos de tinta sumi. Sólo eso quedaba del Minori que había conocido y amado. Seguramente de mí —de la que fui cinco años atrás a orillas del Mississippi— quedaba mucho menos. ¿Cómo es posible que el encuentro con un viejo amor sólo sirva para sentir el mordiente frío de la indiferencia en las entrañas?
Las veintipico horas que acumulé volando rumbo a Bogotá el 3 de julio las pasé con una sensación seca y gélida al lado izquierdo de mi pecho. Había compartido mi cama con el fantasma que había rondado mi soledad de viuda imaginaria durante dos años y medio, pero el esperado reencuentro había tenido la misma pasión que tendría el de dos esferos dispuestos uno al lado del otro sobre un escritorio. ¡Qué inconstante se sentía el amor! Nada podría deshacer las agujas de cristal que me atravesaban y que horas atrás habían reventado las intenciones de mi antiguo consorte.
A las 9 o 10 u 11 de la noche de aquel día de caucho atravesé los viejos pasillos del aeropuerto El Dorado con una maleta a cada lado y repartí saludos para todos, menos para Himura. Cuando ya no hubo más remedio le di un beso en la mejilla y me desentendí nerviosamente de su presencia, aunque durante el trayecto en carro hacia mi casa le lancé furtivas miradas curiosas a su cabeza, con su pelo y barba recién adquiridos. Una vez apeados del vehículo, me paré frente a él en el antejardín de mi casa, bajo las estrellas y los cables. Lo observé detenidamente. Bajo mis pies corría el agua invisible que mi corazón reblandecido ya no podía retener. Entonces lo abracé.
[ Horse Tears — Goldfrapp ]
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