El 13 de febrero de 2005 fue una fecha que permanecerá para siempre entre los anales de la historia de la Open List. Fue en este día que, gracias al carisma de Drayru, se realizó la primera —y única— Jornada de los cachetes rojos. Un grupo considerable de bloggers puso a prueba su estado físico en una romería al templo del Señor Caído en el cerro de Monserrate, en Bogotá. Ese mismo día apareció en este blog un post que mezclaba la palabra ‘furia’ con una foto de Sandro de América. La razón de mi ira no se hizo evidente, y hasta el momento muy pocas personas la conocen, aunque aquí se encuentra una débil y críptica conexión entre el evento y el escrito. Ahora que he regresado de un viaje que me tenía expectante, es hora de deshacerme del fantasma.
Como es bien sabido, antes de contar con la asombrosa suerte de poder venir a vivir a la futbolera sección agrícola de la prefectura de Tokio, yo era la humilde servidora de mi primer maestro de japonés en su clase de Historia Cultural de Japón en la universidad donde dibujaba a Batman comiendo pollo en vez de poner atención a asuntos que eventualmente me darían un diploma de pregrado. Pues bien, debido al volumen de asistentes a la clase, el trabajo era repartido entre dos personas, que ese semestre resultamos ser dos seres absolutamente dispares. Mi compañero, a quien aprecio pese a que jamás nos llegamos a entender del todo, era el causante de diversos sinsabores en mi vida. No obstante, ninguno me perturbó tanto como el de la fecha ya mencionada.
En días anteriores, el profesor nos había anunciado que tal vez nos sería posible conseguir pases gratis para un concierto de taiko (tambor japonés) en nuestra calidad de ayudantes/secretarios/mensajeros/etc. ¡Tambores japoneses interpretados por el grupo que compuso e interpretó la banda sonora de Zatoichi! ¿Cuándo más tendría yo la oportunidad de ver tambores japoneses en vivo y en directo? ¡Jamás! ¡A por los pases!
Ante el anuncio final dando luz verde a la obtención de dichas entradas, mi compañero y yo nos citamos a las 3pm ese viernes, que nos daba apenas tiempo para ir a la entidad concerniente antes de que cerrara y quedar listos para ese domingo, que estaba completamente planeado: Primero escalaría Monserrate con los de la Open List, luego me encontraría con él para comer alfajor gigante en la pastelería Belalcázar y cerraríamos el día perfecto con el concierto. Debido a que ese día terminaba clases temprano, esperé a que diera la hora frente a un computador de la universidad. Cuando finalmente llegué al punto de encuentro, él no estaba.
Esperé.
Esperé.
Esperé.
Nada.
Ingenuamente llegué a una conclusión absurda: debía haber partido al lugar de destino, por lo que debería tener nuestras boletas. Si no es así, ambos nos quedamos sin ver el espectáculo. Confiada, regresé a mi casa y lo llamé. Lo que escuché me arrancó la sangre de la cara y me dejó mareada. En efecto, él había ido, pero no había reclamado más que su pase y con todo cinismo me dijo que el mío ahí me estaba esperando, aunque el sitio ya estaba cerrado. Estaba tan enfurecida que me fui a dormir. Cuando mis padres me despertaron al caer la noche les expliqué y lloré desesperadamente. Estaba decidido: yo no tenía por qué subir a un cerro desde el cual se vería el sitio donde los tambores no tocarían para mí. Monserrate estaba cancelado.
Septiembre 21 de 2006. Los alumnos del Centro de Lengua Japonesa de la Universidad de Lenguas Extranjeras de Tokio fuimos divididos en dos grupos durante nuestro muy anticipado paseo a las prefecturas de Nagano y Yamanashi. Un grupo elaboraría una cajita musical personalizada, mientras que el otro… El otro recibiría una lección del creador del kumi-daiko, el estilo que se emplea hoy en día en Japón al tocar el más tradicional de los instrumentos musicales de este país. Yo me encontraba dentro del segundo grupo. La lección fue corta; si por mí hubiera sido me habría quedado en aquel lugar hasta llenarme las manos de ampollas, hasta que mi cuerpo fuera capaz de reproducir el ritmo exacto como si hubiera nacido con él. Disfruté cada segundo, cada golpe equivocado, cada esporádico acierto, el ínfimo progreso. Al final, el maestro me dijo que lo había hecho muy bien. De repente el concierto en Bogotá pasaba a ser un recuerdo sin mayores repercusiones, salvo el remordimiento de no haber subido a Monserrate con alguien que me estaba empezando a caer demasiado bien y la insistente curiosidad respecto del alfajor gigante de la Belalcázar.
Un año y siete meses después de mi llanto desconsolado la deuda ha sido saldada; la vida ha tenido la bondad de borrarme una mueca amarga de la cara. Caso cerrado.
[ Un hombre busca una mujer — Jossie Esteban & La Patrulla 15 ]
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