Cuando tenía 11 años, mientras cruzaba la calle 26 para llegar a Colsubsidio con mi mamá y mi hermanita (el bus nos había dejado en el carril de la mitad), pasó una bicicleta a toda velocidad y me atropelló. Mi nariz se estrelló con gran fuerza contra el pecho del ciclista; acto seguido caí sobre la calzada. Estuve tendida allí durante un rato no muy largo.
Una señora que se encontraba allí al momento le comentó agitadamente a mi mamá —ya de por sí asustada— que no sólo había sido terrible que un ciclista me hubiera golpeado, sino que además un colectivo había pasado a escasos centímetros de mi cabeza tras mi caída. Me pareció una imprudencia de su parte decirle algo así a mi progenitora: estaba convirtiendo un accidente menor en una potencial catástrofe, lo cual no es nada beneficioso para una madre nerviosa.
Sin embargo, mi madre olvidó ya ese detalle. Entonces, posiblemente, la imprudencia no fue hacia ella sino hacia mí, porque desde ese entonces no he dejado de pensar en la imagen que aquella señora pudo haber tenido de las llantas del colectivo pasando a toda velocidad por encima de mi cabeza, la imagen de mis sesos desparramados por la calle 26 como cualquiera de los 15 emplastos de mapaches y ardillas que conté la primera vez que fui a Chicago con Minori.
SUENA: The Crying Game — Culture Club
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