Me encontré este cuento perdido entre los drafts.
(Basado en un hecho de la vida real.)
Hasta la llegada del nuevo sistema de transporte, mi barrio solía ser calificado como una especie de Macondo bogotano, un lugar más allá de los monstruos al final del mapamundi. La oficina de transportes del colegio tenía establecido que una distancia mayor a dos kilómetros era ya demasiado lejos; su directora se reía de mi hermanita y de mí cuando mi madre averiguaba si era posible que un bus nos recogiera. Pero aún teníamos que ir a estudiar. Así que mi madre halló el amable servicio de un taxista.
Don Gonzalo era un hombre cincuentón, amante de la música llanera y dueño de la colección completa de poemas llaneros recitados por Juan Harvey Caicedo. Gracias a él mi hermana y yo aprendimos fragmentos de tesoros nacionales tales como:
“Sí, señor, ya soy un viejo,
Mis canas son el trabajo y el pasar lento del tiempo.
Nací en un palmar hermoso, a orillas de un gran estero…”
La vida con él era casi perfecta. Casi, porque sufría desperfectos cada vez que su radio se estacionaba en Radio Recuerdos. Así fue como me enteré de la existencia de “Je-suis Santos, étzito-motivador”, dueño de la “casa del étzito”, la cual tenía una “tienda etzotérica”. También supe de los grandes beneficios del centro médico naturista Los Olivos, con diversas sedes dispersas por el sur de Bogotá. Creo que con él habría terminado muy bien mi época colegial en cuestión de transporte. No obstante, todos sabemos que lo bueno no dura. Don Gonzalo decidió cultivarse (porque más vale tarde que nunca) e ingresó a la universidad a estudiar derecho. Nos dijo que no nos preocupáramos, pues un vecino suyo, Don Hernando, quedaría al mando de su vehículo.
La primera vez que vimos a Don Hernando en el taxi pude oír en el aire los compases de Una noche en la árida montaña. Su mirada a través del espejo retrovisor era una visión acertada del fin de los tiempos. Mi hermanita y yo le tuvimos un profundo resentimiento desde ese mismo instante. Intentó contarnos historias moralistas de su vida y de su paso por una fábrica de carros, pero nosotras apenas le dirigíamos la palabra para pedir que cambiara la emisora de noticias por la emisora de rock. Cuando quedábamos atrapados en embotellamientos interminables, lo maldecáamos por habernos llevado justo por esa calle, la calle de todos los días. En una ocasión estrelló a un bus y nos pidió que testificáramos a su favor en la corte. No podíamos por ser menores de edad; sin embargo, sabíamos que de haberlo hecho habría sido en su contra. Lo odiábamos simplemente por existir, por no tratarnos tan bien como Don Gonzalo, por no ser Don Gonzalo sino Don Hernando, el de los ojos demoníacos. Era tan diabólico que consiguió sus propios medios sobrenaturales para dejarnos calladas.
Una mañana cualquiera, el taxi llegó temprano al colegio. Esto era bastante extraño, puesto que Don Hernando se empeñaba en llevarnos tan lento como le fuera posible a su máquina. Lo habíamos escuchado cantar, lo cual no era nada común en él, y en cierto modo nos asustaba. No había nadie a la entrada. Pagué la carrera del día y salimos del vehículo, convencidas de que pronto quedaríamos solas en ese lugar, esperando a que llegaran más niñas de uniforme. Por alguna razón me sentía feliz en ese momento, tal vez era por habernos deshecho una vez más de ese insoportable señor. Sin pensar en nada especial, empecé a caminar al lado de un gigantesco charco, nada que no pudiera ser esquivado… de no ser por un pequeñísimo desperfecto en el andén. Un huequito diminuto en el que cupo perfectamente la punta de mi zapato café. Uno, dos pasos fueron necesarios para la perfecta unión de mi pie con el hoyito… y caí. Caí como un árbol, tal vez incluso con la armonía del árbol que languidece bajo la implacable mano del hombre. Se oyó un chapuzón y la mitad de mi uniforme quedó cubierta de un agua verdinosa que afortunadamente no olía a nada. Parecía como si yo me hubiera acostado ahí por mi propia voluntad. Cuando me levanté, me di cuenta de que el taxi no se había retirado del solitario parqueadero… Don Hernando seguía allí, observándome fijamente… y cuando mi convulsa mirada encontró el infierno de su cara, no pudo despegarse de allí. El hombre no dejaba de mirarme, y en su faz de chivo demoníaco había una conmoción sabiamente disfrazada de inmutabilidad. Pero en sus ojos de aceituna aceitosa había, llena de todo el odio del mundo y con una satisfacción casi sexual, una sonrisa.
Al día siguiente, el taxista llamó a mi madre para avisarle que no le sería posible recogernos durante el resto de la semana. Mi madre quiso protestar, pero yo le toqué la mano suavemente, y en mi silencio aterrorizado le hice comprender que la suya era una supremacía que más valía no cuestionar.
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