Laberintos y ruinas en el área de Broca

Me imagino mi cerebro como un queso. No un queso Emmental, sólido y con huecos redondos agradables a la vista, sino más bien como uno de esos azules friables que se asemejan a un muro viejo. Le faltan palabras. Le faltan estructuras sintácticas enteras. Se derrumba al tacto sin aspavientos.

Escribo esto porque me prometí a mí misma que iba a madrugar a empezar un trabajo y quiero cumplir mi palabra, así sea parcialmente: no trabajo, pero al menos madrugo. Los tentáculos de las fuentes de entretenimiento se extienden a través de las pantallas y acarician mi cara, pero me resisto a dejarme abrazar. Redes sociales. Telarañas mentales.

Pienso en la pasividad del uso de Internet en esta época. Absorbemos sin resistencia lo que nos caiga, lo que la divina tómbola haga manifestar frente a nuestros ojos. Hace tiempo dejamos de hablar.

A veces siento que persigo mi uso del lenguaje por diferentes compartimentos de mi cerebro. Ya he tenido que ir a buscarlo en la sección de interpretación, donde las ideas nunca son mías. Hay palabras de un idioma que se extravían y solo afloran cuando estoy usando otro. Ahora estoy tratando de invocarlo del fondo del alma. No pensar. Sentir y dejar fluir. Dejarse sorprender por lo que sale a flote.

Hace tiempo dejamos de hablar, pero no quedamos en silencio. La divina tómbola rueda y nos otorga ruido incesante. No hay nada que escuchar atentamente, pero tampoco podemos oír nuestros pensamientos. Sé que si no apago ese grifo gigante de invitaciones a la indignación y al consumo no voy a poder percibir mi voz interna, mucho menos reconstruirla. No sirve de nada pretender rescatar mis palabras si voy a dejarlas ahí, metidas en una caja junto a la puerta, cual compra compulsiva.

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