Las cosas que quiero y debo hacer se agolpan como pasajeros de un tren que intentan bajarse todos en la misma estación. De hecho, “pasajeros de un tren” suena demasiado elegante para describir lo que pasa en mi mente. Una mejor metáfora sería un Transmilenio en hora pico, con las puertas abiertas como costuras rotas de las que sobresale un relleno estático, fuerzas opuestas que se anulan exasperadas; nada entra ni sale.
Nada entra ni sale de mi mente.
De un lado (¿adentro?) tengo el deseo (y el deber autoimpuesto) de escribir. Del otro (¿afuera?) me espera un trabajo escrito de tamaño descomunal, reseco como pan viejo. Al intentar decantarme por uno o el otro, entro en estado de parálisis y no hago nada.
Pasan los días y se acumula todo lo que quería escribir, y en igual cantidad se acumula la imperiosidad de terminar el trabajo. La presión aumenta y yo me empiezo a descoser como el Transmilenio lleno, con manos asomadas por las ventanas lanzando puños al aire, maldiciendo el estancamiento. En un momento cualquiera me preguntan por qué ando nerviosa e irritable y yo respondo que no tengo idea, que esto es muy extraño.
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