En el último mes he desarrollado un fuerte disgusto por las interrupciones que traen las redes sociales y los aparatos electrónicos de comunicación en general. Esto, visto desde la lente del siglo XXI, suena como a que estoy cultivando un profundo desdén por todo lo bueno y bello que hay en el mundo, desprecio a mi familia y amigos y estoy contemplando seriamente la opción de volverme pastora en el desierto del Kyzyl Kum. Pero no. Lo único que quiero es llevar una vida que sea mía, más que todo; que no les pertenezca a las mil una alertas de “para que empieces bien el día, te regalamos esta foto de tu ex por si ya lo habías olvidado”, “no seas malaclase y deséale un feliz cumpleaños a esta persona a quien ni siquiera reconocerías en la calle”, “alguien en un grupo de WhatsApp necesita urgentemente que leas esta noticia falsa” o “a esta marca le gusta tu foto para que a ti te guste esa marca”.
Es cierto que uno puede desactivar la mayoría de notificaciones, pero no todas. Por cada sonido que uno apague queda un puntico rojo brillante que dice “no has revisado todo lo que debes revisar”. Todos me recomiendan que ignore los avisos, pero no se trata de eso; no se trata de tener que demostrar templanza ante una avalancha de estímulos. Se me ocurre, a medida que voy escribiendo esto, que solo queda una opción: desinstalar las aplicaciones que hacen ruido. Una parte de mí dice que eso es el equivalente virtual de volverme pastora en el desierto del Kyzyl Kum, que qué va a pasar con los conocidos de antaño que solo llego a ver por estos medios, pero no estoy segura de que a punta de likes se mantenga viva la llama de la amistad. De pronto podría hacer como mi mamá, que entra a Facebook por ahí una vez cada mes. En cuanto a WhatsApp, ni les cuento lo que pasó cuando anuncié mi retiro del grupo familiar. Solo diré que esa ha sido una interrupción menos y el alivio ha sido inmenso.
Es difícil negociar con un mundo que le exige a uno disponibilidad las 24 horas del día sin ningún tipo de jerarquía de prioridades. Uno debe estar igualmente atento al trabajo, los mensajes privados, las noticias, las cadenas de mensajes y las reacciones de los demás a lo que uno publica. No obstante, creo que es posible tomar las riendas del asunto: en un viaje reciente tuve el celular en modo “no molestar” todo el tiempo. No perdí trabajo a pesar de contestar los mensajes con cierto retraso. Me agradó mucho la sensación de ser yo quien decidía cuando interrumpir la jornada y revisar el teléfono. Sigo convencida de que hay que hacerle una fuerte curaduría a las fuentes de interrupción, pero tener el control de las que toca dejar es un paso adicional necesario. Al menos para mí, aquí en mi yurt en el Kyzyl Kum.
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