Qué lento es teletransportarse. Y eso que uno pasa todo ese tiempo en un estado semiinconsciente que mantiene viva la ilusión de instantaneidad hasta cierto punto.
Hace muy poco estaba caminando desde el Parque de la 93 hasta el Museo del Oro con el biólogo de Parques Nacionales. Hablamos de huesos rotos. Señalamos cada casa antigua que vimos en el recorrido. Miramos plantas carnívoras y suculentas en el mercado de las pulgas. Mencioné que una vez sin querer le pegué un codazo a un cactus. Me puso a tararear Clair de lune de Debussy y luego la escuchamos desde su celular (a ver qué tanto había recordado) en pleno Parque Nacional. Nota: la gente que trabaja en Parques Nacionales no trabaja en el Parque Nacional.
Volví de la caminata, hice un lote de galletas de chocolate y paf, desaparecí. Del primer trayecto solo recuerdo una luna enorme y amarilla siguiéndonos. Mi vecina de puesto estuvo maldiciendo un rato mientras buscaba infructuosamente una pastilla para dormir. Creo que todo el mundo iba hibernando en la cabina menos yo, que quedé privada hasta que me encontré con la luna, y de ahí para adelante estuve escuchando música. Al principio del viaje me preguntaron qué quería comer pero nunca llegué a ver esa comida. Mejor, porque quién cena a la una de la mañana.
Para el segundo tramo del viaje, el efecto de velocidad ya había menguado y alcancé a sentirme incómoda y aburrida. Me comí una ensalada en la que parecía que hubieran vaciado todo un huerto de rúgula, tomé fotos del paisaje desértico, fui consciente de un turupe en el cojín de mi silla, y finalmente aparecí en mi destino final: San Francisco.
Este es un paseo que había planeado y pagado con tanta antelación que alcancé a olvidarlo y sentirme a la llegada como si me hubiera ganado un viaje gratis. Sorprendidísima. Supongo que soy buena engañándome a mí misma. Ahora vamos a ver qué pasa acá.
Hay que seguir sorprendiéndose. Es parte de enamorarse de uno, seguir dándose detalles bobos para “no caer en la rutina”.
Absolutamente de acuerdo.