En el mar hay un señor coreano con su hijo de por ahí dos años. El niño le tiene un miedo horrible al agua, especialmente cuando las olas golpean la arena y se le trepan. Grita “appa, appa” (“papi, papi”), como dudando por primera vez de la persona que supuestamente lo debería proteger de todo peligro. El papá no se rinde, lo abraza y lo va llevando mar adentro despacio en su flotadorcito de bote. Finalmente el hijo empiza a sonreír, pero entonces el padre, emocionado y convencido de que la prueba ya fue superada, le señala lo lejos que está ahora la mamá en la playa. Al percatarse de ello, el horror se apodera del niño y otra vez se aferra desesperadamente a su padre, “APPA, appa”.
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Un papá americano pone su gran manota sobre la cabecita rubia de su hija y la hunde en el agua de sopetón. Como es de esperarse, la niña estalla en alaridos apenas puede volver a respirar. De la nada aparece entonces la madre, le da un coscorrón en la calva a su marido y se lleva a la pequeña traumatizada a tierra firme agarrándola del brazo.
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Había una parte de la playa donde el mar se veía bien azul, azul ártico. Me metí. Entendí al instante por qué no había mucha gente en ese lugar. Bailé el jarabe tapatío en cámara lenta buscando una superficie que no fuera filuda. Intenté salirme. El mar me jaló adentro. Decidí entonces dejarme llevar. Una ola llegó y me pegó un manotazo de oso. Quedé tendida boca abajo en la arena cual náufrago a los pies de un viejo turista que a todas luces no halló en mí trazas de Ursula Andress. Me levanté y me fui cojeando.
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