El mundo de los que tratan de entender me es más bien ajeno. Si bien soy una persona curiosa, los descubrimientos solo me sirven para deformarlos en mi cabeza. Supongo que eso se veía venir desde que decidí que no tenía caso volverme astrónoma si podía escribir para inventarme el universo.
Me traje de Pittsburgh toda una torre de libros, entre ellos Feynman, de Jim Ottaviani y Leland Myrick. Esta biografía en forma de cómic es una muy bonita introducción a un personaje que lo quiere entender todo y explicárselo a los demás. (Cuando hablo de todo, es TODO. ¿El arte? ¿Los candados? ¿Los platos que giran? ¿El universo? Sí, ese tipo de todo.) La historia incluye algunas de sus explicaciones, las cuales —he de admitir —me costaron trabajo y me tocó repasar y repasar. Me gustó el proceso de ir conociendo a este señor, sus locuras, su arrogancia, y de repente tener que enfrentarme directamente a las cosas que salían de su cerebro. Un cerebro en el que no se refleja ni un ápice del mío pero en el que sí reconozco a algunas personas que han pasado por mi vida.
Supongo que parte de mi agrado viene del hecho de que este encuentro fue una especie de “at last we meet, Mr. Feynman”, dado que pasé alrededor de tres años yendo y viniendo con uno de sus más fervientes fans. Hasta el amor me lo había planteado en términos feynmanianos. La lectura fue entonces, además de todo, un “ajá, con que esto era”.
Ahora me da risa haber mencionado reflejos en esto que acabo de escribir. Tal vez en últimas sí entendí un poquito.
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