Oso de parque

Oso

Había una vez un oso que trabajaba en un parque nacional. Su labor era merodear por ahí y recoger salmones saltarines con las garras para que los fotógrafos le mostraran al mundo cómo era la vida en los parajes remotos. Cuando no estaba de turno, el oso buscaba campamentos y escarbaba las provisiones mal guardadas en busca de tostadas con mantequilla, que iban muy bien con la miel. Era un manjar difícil de encontrar, pero el oso ya se había complicado la vida con ese tipo de gustos.

El oso trabajaba allí porque hacía muchísimo tiempo habían llegado los humanos y les habían contado a todos la historia de Adán y Eva, según la cual andar por ahí sin hacer nada en lugares bonitos merecía un castigo. Entonces algunos osos tuvieron que irse a los zoológicos, otros a los circos y otros se volvieron modelos de la National Geographic en el parque. Esta era la mejor opción, a decir verdad, aunque los primeros trabajadores de los bosques habían vivido bajo la constante amenaza de convertirse en tapete o exhibición polvorosa de museo.

El oso trabajaba cada día sin protestar. Sin embargo, a veces se asomaba por las noches a mirar las fogatas de los campistas y a los humanos alrededor de ellas. ¿Qué hacían? ¿Para qué venían? ¿Quién podría convertirlos a ellos en tapete?

Con el tiempo llegó a entender que huían de sus propios zoológicos y circos, donde hacían labores dentro y fuera de sus jaulas mientras los vigilaban constantemente y les tiraban pasabocas horribles. A todos los animales los habían echado del paraíso, pero los humanos volvían cuando podían y emulaban el trabajo de los osos tomándose fotos para mostrarles luego a otros humanos cómo era el mundo tranquilo que no podían permitirse.

El oso no se explicaba cómo podía existir una especie que quisiera inventar historias para justificar el sufrimiento autoimpuesto y además extendido a todos los demás seres vivos. Tal vez la razón tenía algo que ver con las tostadas con mantequilla, tan pequeñas e insignificantes y deliciosas. Una estupidez tan placentera requería simular un sacrificio para darle apariencia de premio. Entonces, para poder llenarse de estupideces placenteras, los humanos se habían atado las manos de todas las maneras posibles. Se esperaba que los demás animales hicieran lo mismo.

Pero eso era mucho pensar para el oso. Lo mejor era trabajar, agradecer que el trabajo era fácil y seguir buscando tostadas para acompañarlas con miel. Qué gran manjar.

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