Olavia se para del escritorio

A mediados del año pasado tuve un trabajo en una agencia de publicidad. Mi labor consistía, entre otras cosas, en entrevistar mujeres que habían estado metidas en una rutina horrible —como lo estaba yo en ese momento— pero tenían una gran pasión a la que querían dedicarse —al igual que yo— y habían tomado la decisión valiente de abandonar el trabajo en pos de la felicidad —contrario a mí que seguía en las mismas—. Claro, la mayoría de estas personas eran chicas ricas que solo habían tenido que decirle al papá “dame para abrir mi tienda de cupcakes” y voilà. Sin embargo, no dejaba de inquietarme la ironía de haber aterrizado en un empleo que me restregaba en la cara una y otra vez lo estúpida que era la infelicidad autoimpuesta.

Pero no romanticemos el asunto. Yo no le hice caso a ninguna señal pese a que todos los días juraba que esa tenía que ser una señal. Tuve que llegar a una buena oficina, con jefes que sí me querían, amigos entrañables por compañeros y un objetivo doscientas mil veces mejor que el convencer a la gente de las bondades de consumir una bebida con sabor a Bricanyl —un saludo a los asmáticos en la audiencia— para decidirme a dar el salto al vacío. Dije que no romantizáramos el asunto y miren cómo lo hice. Ahora sí, en serio. Me fui de la oficina.

Se siente raro haber reclamado mi tiempo y que haya funcionado. Ahora no tengo absolutamente ninguna excusa para dejar de hacer lo que dejé de hacer en nombre de la productividad, la adultez o lo que sea. La situación se presenta como libertad, pero en realidad es un montón de responsabilidad que no deja de coquetear con el miedo. Pero bueno, ya está hecho. A ver qué sale.

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