Un domingo en mi trabajo de charla con ancianos, unas señoras me contaron que una vez se metieron a una iglesia mormona para practicar inglés. Cuando las pillaron y constataron que detrás de su participación en la congregación no había ningún interés religioso, las echaron. Me encantó la picardía que había en su risa entreverada con la anécdota. Me reí con ellas además porque yo también tenía una historia parecida que contar:
En hora y media me recogerá una van que me llevará a una iglesia bautista al otro lado de Tsukuba. Ya llevo un año o más yendo a las reuniones mensuales de esta comunidad, motivada al principio por la desesperación del silencio absoluto. La primera vez me invitó una compañera de clase pese a que ante su sorpresiva pregunta sobre mi vida religiosa yo le había dicho que era católica pero hace muchos años dejé de ir a misa porque no estaba aprendiendo nada. Supongo que lo interpretó como mi deseo de buscar la luz divina de otra manera, o no sé. El caso es que esa primera vez tuve miedo cuando me encontré rodeada de desconocidos en un carro con rumbo a ninguna parte. Temí que me hubiera dejado atrapar por una oscura secta que dispondría de mi cuerpo en algún terreno baldío, aunque si de sacrificios de vírgenes se trataba supongo que deberían haber investigado mejor.
Los bautistas ofrecen buena comida y me tratan bien. La verdad es que les he cogido cariño y solo por eso es que sigo yendo. No obstante, en la congregación no falta el intolerante, que para colmo es norteamericano. El pastor Canter —Kyantaa-sensei, porque a los pastores se les dice sensei también— ya se pilló que a la hora de las lecciones yo no hago ni el intento de entender la biblia en japonés, así que me obliga a leer su biblia electrónica en inglés. Peor aún: me vigila cuando se da cuenta de que no estoy haciendo clic para saltar de versículo en versículo y me dice en inglés con tono desaprobatorio lo que yo ya había entendido perfectamente en japonés (“¡Lucas 8:23!”). Yo lo único que digo es que todo sería mucho más divertido si hubiera un pastor alemán.
No sé por qué me siguen invitando si a principios de este año le dije a la esposa del pastor gringo que la religión es una construcción cultural y que no podemos esperar que todo el mundo crea en algo si ese algo no tiene nada que ver con el contexto de cada pueblo. Esa tarde soleada en la sala de la casa-iglesia, mientras yo saboreaba mi helado, ella me miró con cara de querer exclamar “¡engendro de Satán!” y me dijo que yo debería ir a la iglesia. Acto seguido salió corriendo.
Si se les ocurre advertirme que Dios me va a castigar, les recuerdo que ya lo hizo: la última vez que no recibí a Cristo en mi corazón caí fulminada por un síncope en el mismísimo baño de mi casa.
[ アイズ — 大塚愛 ]
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