Hace poco me di cuenta de que puedo hablar japonés. No muy bien, pero puedo. Bueno, se supone que eso ya se sabía desde que salí del silencio impuesto por el terror que se había apoderado de mí en Tokio. Sin embargo, también me di cuenta de que lo poco del idioma que tengo instalado ha acaparado todo mi disco duro, dejando por fuera los pedazos de francés, alemán y portugués que otrora cargara. Alguna vez en mi vida también hubo latín y chino.
En el mariposario de Calarcá estuve fungiendo de traductora simultánea para una pareja europea que se fue sin ver el bosque del jardín botánico porque no querían que se los tragaran los mosquitos de las seis de la tarde. El señor era británico y la señora, francesa. Yo les hablaba en inglés mientras ellos hablaban en francés entre sí. Me dio rabia no entender casi nada de lo que se decían. Cada vez que quise balbucear algo en francés las palabras aparecieron en mi mente en japonés, así que tuve que callar. En Japón el francés me sale bastante bien y me dan muchas ganas de hablarlo. A veces hablo sola en francés en mi apartamento. No me pidan demostraciones.
El día antes de la partida de Ovidio me reuní con Asai Sensei. Asai Sensei fue mi segundo profesor de japonés en Colombia. El primero fue Ariza Sensei, un colombiano tan loco como sabio y cuya visión de Japón solía yo tomar por errónea y exagerada hasta que aterricé allá. Hablamos en japonés mientras tomábamos una cosa de café horrible al lado de Carlos Muñoz (sí, ahí en la mesa del lado estaba el actor), y noté que todo fluía, que muy pocas veces necesitaba ayuda con el vocabulario. Luego el sensei me acompañó al Planetario Distrital a esperar a mi astrofísico favorito y la conversación siguió hasta que me preguntó si de casualidad el sujeto que estaba entrando al recinto con cara de búsqueda era quien yo esperaba.
Me pareció simpático ver cómo a la despedida Ovidio insistió en darle la mano mientras él hacía la venia. “Claro, vive en Europa”, pensé. Yo, en cambio, no hago sino agachar la cabeza cual perrito de taxi. Me pregunté qué pensaría él al oírme hablar en ese idioma extraño. Me gustó que hubiera tenido que oírme hablar en ese idioma extraño.
No sé a qué venía todo esto. Ah sí, a que por primera vez el japonés no se me ha olvidado en el transcurso de las vacaciones. Y a que soy la peor trabajadora que la alcaldía de Tsukuba haya visto en toda su historia.
[ Don’t Point, Don’t Scare It — Butterfly Boucher ]
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